Brasil vive días raros, oscilando entre lo ridículo, lo grotesco y lo peligroso. El pasado viernes, en lo que sería una iniciativa ridícula, pero en realidad se transformó en grotesca, el ministro de Justicia, Anderson Torres, entregó al ultraderechista presidente Jair Bolsonaro la medalla de Mérito Indigenista, destinada a quienes actúan en favor de los pueblos originarios.
Cuando se recuerda solamente una de las miles de declaraciones de Bolsonaro sobre los indígenas, se entiende cómo el ridículo se hizo grotesco: “La caballería brasileña falló, debería haber actuado como la de Estados Unidos, que diezmó a los indígenas y libraron al país de esa plaga”. Además, Bolsonaro responde a dos acusaciones archivadas en el Tribunal de La Haya por crímenes contra comunidades indígenas.
La misma distinción fue entregada en tiempos pasados a personas como el antropólogo Darcy Ribeiro, al cacique Raoni y al indigenista Sidney Possuelo, quien, por cierto, la devolvió al ministro Torres con una violentísima carta de protesta.
Además de lo absurdo al condecorar como mérito a un enemigo declarado de los derechos de los indígenas, el titular de la cartera de Justicia se concedió la misma condecoración a sí mismo.
Al día siguiente, sin embargo, Bolsonaro y su pandilla sufrieron un duro revés, a raíz de la iniciativa de Alexandre de Moraes, del Supremo Tribunal Federal, que determinó a las operadoras de Internet que impidan la actuación en Brasil de la plataforma Telegram, ampliamente utilizada por el presidente, sus tres hijos que actúan en política y los seguidores más activos en las redes.
Conocida por difundir noticias falsas y videos que incluyen pornografía infantil, Telegram era la herramienta considerada fundamental por Bolsonaro frente a las elecciones presidenciales de octubre próximo.
Su hijo Carlos, concejal municipal de Río de Janeiro, pero que vive en Brasilia, responsable de la comunicación digital del papá presidente, pierde un espacio destinado a, entre otras cosas, preparar movilizaciones de los seguidores radicales frente a la más que posible derrota frente al ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva en las urnas en la próxima elección presidencial.
Además de la oscilación entre lo ridículo y lo grotesco, Brasil enfrenta un serio peligro. Mientras el horror de la guerra entre Rusia y Ucrania continúa atormentando y asustando al planeta, bastante lejos un involucrado indirecto ya se vio bastante fortalecido: el agronegocio más impúdico de Brasil, con Bolsonaro y la banda del llamado “Bloque Ruralista” en el Congreso dando saltos de alegría. Y, de rebote, los mineros ilegales, los destrozadores del medio ambiente, los invasores de tierras indígenas y personas de la misma calaña.
Hace días el vocero del gobierno en la Cámara de Diputados, Ricardo Barros, logró que fuese aprobado el régimen de urgencia para la votación de un decreto enviado por el Despacho Presidencial. El presidente de la casa, el derechista Arthur Lira, actuó rápido.
Resultado: el proyecto de Bolsonaro fue aprobado, y ahora el Senado dará la palabra final.
Lo que el decreto de Bolsonaro determina es una agresión sin precedente, ni siquiera se vio algo parecido en tiempos de la dictadura (1964-1985): autoriza la minería en reservas indígenas, además de liberar la construcción de presas hídricas y la plantación de transgénicos en esas tierras, hasta ahora protegidas o supuestamente bajo la protección de la Constitución.
La justificación para toda esa urgencia es la suspensión de las exportaciones de fertilizantes rusos para el campo brasileño a raíz de la guerra con Ucrania.
Pura manipulación: Jair Bolsonaro aprovecha un dato real, el conflicto armado en Europa, argumentando la urgencia en utilizar el potasio de las reservas indígenas.
Se olvidan, él y sus seguidores, de un pequeño detalle: no hay potasio en las reservas indígenas. Lo que hay es oro y otros minerales preciosos.
En realidad lo que quieren Bolsonaro y quienes lo respaldan es institucionalizar lo que su gobierno viene incentivando desde el primer día en el poder. O sea, más allá de promover, institucionalizar la devastación, la minería ilegal, la invasión de reservas indígenas.
Si el Senado aprueba esa iniciativa, un paso más habrá sido dado para avanzar en las agresiones contra el medioambiente en Brasil.
Y Bolsonaro habrá, otra vez, reiterado una promesa de hace más de tres años: luego de asumir la presidencia le preguntaron qué tipo de país pretendía construir. La respuesta: “Primero, hay que destruir todo. Luego veremos”.