Europa vive un periodo de pánico moral que no sólo imposibilita pensar con cierta complejidad y profundidad analítica la tragedia que atraviesa Ucrania, sino que crea un nuevo lapso de caza de brujas muy similar al que se vivió en Estados Unidos en la década de 1950 y que se conoció como macartismo.
Aún no ha alcanzado los niveles de censura y represión política basados en acusaciones de traición y subversión por supuestas simpatías con el comunismo que caracterizaron ese periodo, pero es de presumir que pudiéramos llegar allí. Las señales son perturbadoras. La bestia salvaje ahora no es el comunismo, sino Putin y la rusofilia. Y quien no sea lo suficientemente enfático en defender los “valores occidentales” es un rusófilo. La histeria instalada por el bombardeo mediático es tal que no es posible contrargumentar, contextualizar, presentar información que contradiga la narrativa instalada.
De alguna manera, la lógica unanimista y automultiplicadora de las fake news que circulan en las redes sociales se ha generalizado a los medios de comunicación hegemónicos. No es que las noticias sean necesariamente falsas; es simplemente imposible introducir noticias o análisis que contrasten o sólo contextualicen. Tampoco es posible informar sobre otros temas relevantes que nos ayuden a ver que, por importante y trágico que sea lo que está pasando en Ucrania, no es el único hecho importante y trágico o digno de noticia que está pasando en el mundo. Sólo decir esto en un momento de pánico moral es ser candidato a la acusación de relativismo. Algunos ejemplos de mi experiencia personal pueden ayudar a ilustrar la situación.
Sobre la complejidad y la polarización
La primera gran ausencia producida por la extrema polarización es la complejidad de los análisis. Sobre la crisis en Ucrania he escrito hasta ahora los siguientes textos que pueden consultarse porque están en línea: “La ONU en la encrucijada” (https://iree.org.br/a-onu-na-encruzilhada/); “Cómo hemos llegado hasta aquí” (https://blogs.publico.es/espejos-extranos/2022/02/25/como-hemos-llegado-hasta-aqui/); “¿Todavía es posible pensar con complejidad?” (https://blogs.publico.es/espejos-extranos/2022/03/05/todavia-es-posible-pensar-con-complejidad/), y “Para una autocrítica de Europa” (https://blogs.publico.es/espejos-extranos/2022/03/09/por-una-autocritica-de-europa/).
En todos los textos traté de contextualizar lo que está sucediendo y brindar informaciones menos accesibles, pero muy relevantes, para comprender los hechos. En conjunto, mis análisis apuntaron a evitar el simplismo de los buenos y los malos, y proporcionar instrumentos para evaluaciones más cuidadosas y menos propicias a justificar aventuras belicistas donde las poblaciones civiles inocentes son siempre las grandes víctimas. El último texto, publicado el 10 de marzo en el diario Público de Portugal, uno de los principales periódicos de referencia del país, mereció un ataque injusto, injurioso, violento y descontrolado por el director del diario.
Estos momentos de histeria colectiva y de extrema polarización, que imposibilitan la complejidad o el pensamiento a contracorriente, son cada vez más frecuentes. En mi larga vida ya pasé por tres de esos momentos, en los que pagué un precio por insistir en pensar con complejidad e independencia. El primero fue justo después de la Revolución del 25 de abril de 1974, que devolvió la democracia a los portugueses y allanó el camino para la independencia de las colonias portuguesas en África y Oceanía.
En ese momento hubo un giro repentino y radical a la izquierda, y el que no estuviese con nosotros estaba contra nosotros. En tal altura, ser de izquierda era pertenecer al Partido Comunista o a uno de los partidos de extrema izquierda (leninista, estalinista, maoísta, trotskista, etcétera). Creo que en ese momento fui el único director de una Facultad de Economía en Portugal que no estaba afiliado al PCP o a un partido de extrema izquierda. Simpatizaba con el MES (Movimiento de Izquierda Socialista), inspirado en Rosa Luxemburgo. Me acusaron públicamente de ser agente de la CIA (quizá porque acababa de terminar mi doctorado en la Universidad de Yale). Los estudiantes me ayudaron al elegirme (no sabían si yo era de la CIA, pero al menos sabían que yo era el único profesor que les enseñó Karl Marx antes de la revolución de abril).
El segundo momento fue el 11 de septiembre de 2001. Me encontraba en Estados Unidos (donde en los últimos 35 años viví casi la mitad de cada año, afiliado a la Universidad de Wisconsin-Madison) y participaba en un debate en la Universidad de Columbia, Nueva York, sobre derechos humanos. Debido a que, en mi intervención, a pesar de haber condenado enérgicamente el atentado a las Torres Gemelas me atreví a hablar de la necesidad de respetar los derechos humanos en todas las circunstancias y no renunciar a continuar el diálogo intercultural con el mundo islámico que, en su amplia mayoría, era amante de la paz, mis colegas de Harvard me vituperaron con saña y casi me consideraron un filoterrorista. En años posteriores, estos colegas justificarían la tortura y cosas peores contra la Constitución de Estados Unidos.
El tercer momento, hace unos días, fue el ya mencionado ataque personal del director del diario Público en reacción a un artículo mío.
Estamos en un nuevo tiempo de extrema polarización. No la vi en la invasión y destrucción de Irak ni en otras (muchas) situaciones. Para mantener la capacidad de pensar incluso en momentos de peligro, como nos enseñó Walter Benjamin, nunca es saludable llegar a este nivel de polarización. Así como no es aceptable guardar silencio ante la violencia de las atrocidades cuando ocurren más lejos de nosotros y no movilizan a nuestros medios de comunicación. La vida humana para mí tiene un valor incondicional.
Traducción de José Luis Exeni Rodríguez