Carlo Carrá, el pintor italiano que se unió al futurismo, escribió a principios del siglo XX que “el motor de combustión (expresaba) en concreto la velocidad abstracta de la guerra”. Así refería los inicios de ese insólito misticismo que llegó a fundir el concepto de belleza con las máquinas de acción militar. Una ecuación que el fascismo sabría exaltar para condensar las hazañas militares en una redención estética. Nada de eso quedaría vigente después de 1945, es decir, después de que esa estetización de la guerra mostró su rostro irreparable: Europa convertida en un páramo de millones de vidas –o, mejor dicho, de muertes– extraídas de sentido. Ahí donde la guerra devendría un acto por ocultar, desprovisto ya del mínimo heroísmo, los vencedores desocuparían el lugar de los héroes y sólo las víctimas podrían figurar como los sujetos de su legitimación. Desde entonces, se vive una época fijada por el aura de la víctima y la conspicuidad sobre los héroes, donde el único héroe –o heroína– posible es la víctima.
La técnica que corresponde a este cambio se encuentra en los dispositivos que se nutren del cristal líquido, la materia prima de las pantallas que nos acechan por doquier a través de las cuales el “mundo como imagen” declara la agonía de lo privado. En principio, el smartphone es una máquina de guerra. Surgió en los laboratorios militares y se consagró en las rebeliones de los barrios de emigrantes en Tottenham en 2004, que buscaban evadir la persecución policiaca.
El dilema es que la velocidad con que se suceden las imágenes puede superar en mucho a la del devenir del acontecimiento, y con facilidad pueden situar en una penuria a este último. Volodymir Zelensky, el presidente ucranio, declaró hace un par de días que su gobierno renunciaba a unirse a la OTAN. Su argumento fue sencillo: “Hemos renunciado a que nos acepten”. En rigor, desde el golpe de Estado del Euromaidan en 2014, ni la Unión Europea ni la OTAN mostraron el menor interés en aumentar el número de sus miembros con Ucrania. Kiev nunca obtuvo el préstamo de 5 mil millones de dólares que solicitó al Fondo Monetario Internacional. Tampoco se avanzó en ninguna versión del tratado de libre comercio del que se habló desde 2013. Y desde el inicio de la invasión rusa, la Unión Europea declinó aceptar a Ucrania, ni siquiera como miembro candidato. Y la OTAN descartó cualquier forma de apoyo que no fuera más que atiborrar de armas a los ucranios, previamente adquiridas en las empresas occidentales de armamentos, y cubrir los gastos de soldados mercenarios que acuden de todo el mundo a un supuesto “batallón internacional”. En principio, hasta ahora, para Europa Occidental la población civil ucrania, expuesta hoy a la tragedia de la guerra, no ha representado más que carne de cañón para legitimar sus propios reclamos de expansión hacia el este.
¿Aceptará Putin la propuesta de Zelensky? Veremos. Igual podría intensificar la escalada rusa, porque en las cabezas de Moscú lo que gravita no es sólo fijar una trinchera límite frente a Occidente, conformada con los cadáveres de los civiles ucranios, sino mostrar a Washington que el orden que emergió de la caída de la Unión Soviética no es eterno y menos infalible. Putin exige además el reconocimiento de la independencia de las dos repúblicas del Este ucranio y de la anexión de Crimea.
Zelensky se inició como comediante. Y seguramente nunca imaginó que ocuparía el horario prime time de las televisoras del mundo llevando a su país a la peor de las encrucijadas de su historia reciente. En una novela distópica, alguien podría escribir que Ucrania bien vale el horario prime time. Pero la parte más lamentable de esta tragedia se ha escenificado en el Parlamento Europeo, donde ni a Borrell, ni a Scholz, ni a Macron parece importarles un bledo la destrucción de la población civil.
Desde 2015, cuando la oligarquía ucrania optó por el europeísmo para desmantelar las protestas sociales en su contra, Moscú tenía una carta política a la mano para impedirlo: acudir con apoyo financiero y promover la distribución de la propiedad sobre la tierra. Ucrania es el quinto productor de trigo en el mundo, sólo que la tierra se encuentra en manos de una treintena de latifundistas. Pero esa no es la perspectiva de Putin. Moscú entiende a su expansionismo como la expansión de su propia oligarquía.
Por otra parte, es equívoco afirmar que entre Estados Unidos y la UE existe una “sólida alianza”. Desde 1919, la política europea de Washington ha sido una y la misma: polarizar a los europeos para enfrentarlos entre sí. Sólo que en la crisis actual, ya no cuenta con las fuerzas ni con la economía para sostener las pérdidas europeas. Se requería por supuesto a un personaje tan minúsculo y oscuro como Olaf Scholz para urdir la guerra de Ucrania. A Angela Merkel jamás le habría sucedido. Lo intimidante es que Alemania rompió la barrera sicológica que dictaba que “de suelo alemán jamás se instigaría una guerra en otras naciones”.