Isaccea. La guerra le ha dado nuevas obligaciones. De un día para otro, Anna se convirtió en una madre prematura. Huyó con su familia de Ucrania y, ahora, a sus 15 años, le toca colaborar con el cuidado de los pequeños: cuatro varones y tres niñas, todos menores que ella.
El éxodo no deja alternativa. En un breve lapso, ocupa todos sus esfuerzos para jugar con los niños, cuidar de la pequeña de tres años y dar biberón al bebé. De a poco, la guerra le roba sus últimos años de infancia.
Anna es una refugiada más de los cientos de miles que ya suman a raíz de la invasión de Rusia al país eslavo. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados actualizó este martes la cifra y ya son 3 millones 381 personas que han abandonado territorio ucranio para escapar de la zona de conflicto.
Luce exhausta. Fue una largo viaje desde su ciudad, en Ucrania, a la frontera ucranio-rumana. Trayecto que para su familia fue más difícil que para otros, sus recursos económicos son limitados. Viajan su madre, su tía, una amiga de la familia, los cuatro niños, las tres niñas y Anna. Cruzaron a Rumania por el paso fronterizo de Isaccea.
Al traspasar las revisiones correspondientes en la garita, la familia se veía desconcertada. Las tres adultas no atinaban qué hacer o hacia dónde dirigirse. La noche estaba por caer y les urgía un refugio. El tamaño de la familia era impedimento para hallarlo de un momento a otro.
No deseaban pasar la noche en la carpa instalada a unos metros del paso fronterizo para el reposo temporal de los miles de desplazados que a diario llegan por este punto, donde con el paso de las horas la temperatura baja tanto que se vuelve intolerable.
Dos voluntarios detectaron ese desconcierto y prestos les ofrecieron orientación. Enfundados en chalecos de colores chillantes –lo que identifica a los voluntarios en las zonas fronterizas que se han sumado a las labores de apoyo para los millones de refugiados– escucharon pacientes todas las necesidades de la familia de Anna. El idioma se interponía en el entendimiento, pero no fue barrera para finalmente comprender la urgencia.
Las tres adultas no escondían su desesperación y Anna se contagió, aunque no perdió de vista a ninguno de los siete niños. Había que actuar rápido. Nelly y Romeo, los dos voluntarios, hicieron las gestiones necesarias en los albergues cercanos a esta remota ciudad de la frontera, donde no operan taxis ni un constante transporte público, por lo que llegar y, sobre todo, salir de ahí sin automóvil es una auténtica odisea.
Finalmente, encontraron un lugar: un refugio instalado en una iglesia ortodoxa de Niculitjel, pueblo a unos 20 kilómetros de la frontera. Debían apresurarse, la poca luz natural se extinguía y el frío arreciaba.
Nelly y Romeo ofrecieron llevarlos, pero había que dividirlos. La madre, la tía y seis niños irían con él; Anna, su pequeña hermana y la amiga de la familia con Nelly. Minutos antes, la voluntaria había ofrecido aventón a dos hombres. Cuando Anna los vio, entró en confusión.
En sus ojos se reflejaban el miedo y la desconfianza. Se negaba a subir al auto. Nelly intentaba, a señas, convencerla de que todo estaría bien. Que eran amigos. Renuente, la adolescente tomó fuertemente de la mano a su hermanita y abordó.
En la iglesia los esperaban con comida, víveres, productos de higiene y golosinas para los niños, quienes al ver los juguetes dispuestos en una estancia del albergue, corrieron a usarlos. Bastó una moto de pedal, una pelota y algunas muñecas para devolverles por instantes espontáneas sonrisas.
Anna no podía darse el lujo de jugar. Las adultas se ocupaban en un diálogo con los administradores del lugar, atendiendo las reglas y las explicaciones. Por lo que tocó a la adolescente alimentar al más pequeño de sus hermanos, nacido apenas hace unos meses.
En este albergue hay espacio para 51 personas. Cuenta con habitaciones para cuatro o seis huéspedes, tiene un área de juegos para niños, un patio y un amplio comedor. Quienes aquí se refugian regularmente sólo se quedan unos días y luego se van, la gran mayoría de quienes huyen de la guerra buscan llegar a Occidente, muchos tienen familiares o amigos en la Unión Europea, que ya los esperan.
Pero la familia de Anna no irá en esa dirección. Lo desearían, pero el dinero no les alcanza, apenas juntaron lo necesario para abandonar su país. De momento, permanecerán en Rumania, confiando en que la guerra termine antes que sus recursos.
La crisis humanitaria en esta región de Europa del Este ha llevado a miles de personas a alistarse como voluntarios. Nelly y Romeo ejemplifican ese empeño por ayudar sin esperar nada a cambio.
Los dos colaboran en este esfuerzo en Isaccea desde el primer día de la guerra. Tras 18 días de conflicto, Bruno tiene ya una lectura de cómo ha avanzado el éxodo desde Ucrania: en principio salieron familias que tenían recursos para movilizarse y llegar a Europa Occidental e incluso cruzar el Atlántico, a lo que define como “la primera ola”.
El estrangulamiento de las tropas rusas sobre Ucrania ha llevado a emprender el viaje a otros que buscan salvar la vida pero tienen más limitantes económicas, que los orillará a asentarse en las naciones que hacen frontera con Ucrania. “Los más pobres le pesarán a Europa y podrían importarle menos”.
Nelly se ha convertido en el “ángel” de decenas de desplazados. Todos los refugiados en el albergue de la iglesia ortodoxa no se limitan al expresarle su cariño y agradecimiento. Cuando la mujer llega al comedor, un anciano se levanta con dificultades y al oído le hace una solicitud. Ella sale de ese espacio y al regresar le entrega dos tarjetas canjeables por comida, una para él y otra para su esposa. El hombre expresa su agradecimiento con una sonrisa, un abrazo y le planta un beso en la mejilla.
“Cuál es la mayor necesidad de esta gente?” La respuesta de Nelly es breve pero contundente: “Una casa. Todas las personas que han pasado por aquí quieren ir a casa cuando la guerra termine”.