No hay duda de que la protección de los derechos humanos constituye un fin en sí mismo para los actuales Estados constitucionales, así como la legitimidad para cada uno de los sectores sociales que los integran, la vigencia de la democracia es también condición fundamental para la relación con otros Estados dentro de la comunidad internacional y, en ese sentido, es requisito indispensable para la admisión y permanencia de los países dentro de los organismos supranacionales de carácter subregional, regional y mundial.
Lo anterior cobra mayor sentido especialmente cuando se trata de dar protección a las minorías coexistentes en estas democracias, lo que desde luego suma significativamente a la conservación de la paz internacional, sin dejar de lado el respeto a la autodeterminación y libertad de las naciones, ad hoc al propio proyecto constitucional e identidad cultural, por ejemplo, el trabajo que ha realizado el gobierno de México mediante la Secretaría de Relaciones Exteriores.
No sólo ha sido enfático en condenar la invasión rusa en Ucrania en las principales sedes de deliberación del conflicto, como el Consejo de Seguridad de la ONU, y de instar a la resolución pacífica del conflicto bélico vía mecanismos alternos existentes en el derecho público internacional y humanitario, cuyas consecuencias negativas de diversa índole impactarán en mayor o en menor medida en el resto de los países, y por supuesto, en el nuestro.
El trabajo de la cancillería ha sido extraordinario en materia de ayuda humanitaria. En el primer vuelo que envió el gobierno de México a Rumania con el objetivo de evacuar cuanto antes a los connacionales que no habían podido escapar de la guerra en Ucrania, México ofreció la oportunidad de trasladar a personas de origen extranjero, entre ucranios, ecuatorianas, peruanas y australianas. Un segundo vuelo ha despegado con el mismo objetivo.
La realidad es que la crisis humanitaria se refleja en los números: más de 2 millones de refugiados ucranios desde el comienzo del conflicto, según la Organización de Naciones Unidas. Se estima que esta cifra se duplicará en los próximos días. Es el mayor éxodo de personas desde la Segunda Guerra Mundial. Y la ayuda y cooperación no pueden hacerse esperar.
En ese sentido es que entre las estrategias de despliega el Estado mexicano ante otros países, se encuentra la cooperación internacional para el desarrollo, tomando en cuenta los cinco pilares del sistema mexicano de dicha cooperación: jurídico, financiero, estadístico, programático y administrativo. Y añadiría, el humanitario.
Esta cooperación debe darse en el marco del ejercicio de la protección de la soberanía y el derecho internacional como elementos constitucionales de cualquier Estado. Es la idea del presidente Benito Juárez que “entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”. Sin embargo, ¿puede haber límites a la soberanía? Me parece que sólo en casos de violaciones graves a los derechos humanos, pero en el marco del propio derecho internacional, vía tribunales penales y de garantías constitucionales, sanciones económicas y otras máximas del soft law.
La soberanía de la “persona” estatal es ya una realidad política inoperante. Pues en ese sentido, de acuerdo con Gustavo Zagrebelsky, desde finales del sigo pasado actúan fuerzas corrosivas, internas y externas: el pluralismo; la generación de centros de poder alternativos; la institucionalización supranacional y, la condición más relevante, que las personas puedan hacer valer sus derechos ante instancias internacionales.
Más aún, siguiendo a Peter Häberle, si se quiere conservar la credibilidad en sí, el Estado constitucional no puede desentenderse de representar “hacia fuera” los mismos valores que considera en lo interno como elementos de su identidad y de su concepción de sí mismo. El Estado se encuentra en una comunidad responsable hacia sus semejantes con respecto al mundo y las personas, así como con sus derechos económicos, sociales y culturales.