La Paz., Hace media hora abrieron las puertas, pero todavía hay poco público. Unas turistas danesas dejan los pulmones en cada paso por la calle empinada que lleva al ring mientras los bolivianos que esperan el espectáculo presencian una nueva batalla contra el mal de altura.
Al costado de la muchedumbre que se va juntando hay dos edificios de colores brillantes, diseños extravagantes y mucho vidrio. Adentro, dos pistas de baile faraónicas.
Son lo que muchos llaman cholets, una combinación de cholo y chalet, ícono de la arquitectura neoandina. Allí será la fiesta cuando caiga el sol.
Ahora se celebra afuera. Vientos, bombos y platillos comienzan a sonar sobre las cuatro de la tarde, delante del cuadrilátero, bajo la llovizna del impredecible clima de La Paz en verano. Como de costumbre, hace frío.
Una joven de pollera (falda) y trenzas sube al ring. “¡María, María, María!”, gritan varios hombres y nadie sabe si vinieron a la fiesta o si les pagaron para animar el combate.
Su contrincante se llama Anabel; las dos son cholitas luchadoras.
El réferi, de camisa a rayas blancas y negras, da el visto bueno y empieza la pelea.
María se lanza sobre Anabel. Las polleras rebotan en cada caída y ambas intercambian puñetazos en lo que parece una coreografía de la que el árbitro es parte.
Sin embargo, ellas aseguran que la lucha es real. “Es mi pasión... La verdad, la lucha la llevo en la sangre”, dice María José Simonini, de 20 años.
“Significa poder, más que todo, porque antes había discriminación hacia las cholitas luchadoras, pero ahora ya no hay tanta”, asegura.
Los términos cholo, chola y cholita refieren a la población originaria. Aunque se siguen empleando con desprecio en algunos contextos, han ido perdiendo la carga peyorativa que tenían desde la Colonia y hoy son una palabra más.
María arroja a Anabel fuera del ring y continúa golpeándola en el suelo. Ninguna parece lastimada de verdad. El público las alienta y no disimula las carcajadas.
Cientos, algunos con disfraces, van llegando conforme transcurre la pelea. Ven el ring y siguen de largo: prefieren entrar a bailar. La fiesta que tuvo la lucha de cholitas como preámbulo se llama Electro Preste y está empezando.
Celebración comunitaria
Un preste es una fiesta comunitaria dedicada a un patrono y organizada por una persona o pareja de prestigio, especialmente entre la burguesía indígena aimara. Son varios días de música, alcohol y opulencia.
Sin embargo, no durará más de ocho horas y tiene una particularidad: combina folclor andino con música electrónica, carnaval con disc jockeys.
Su objetivo es “pelear contra el racismo, que la gente se una de distintas partes de la ciudad, crear integración, obviamente respetando mucho nuestra cultura, pero fusionándola con la música electrónica”, explica la organizadora, Ivana Alvestegui, de 30 años y conocida como DJ Iva.
Tras mostrar su entrada, cada persona se topa con cinco mujeres de sombrero y vestidos rojos que la llenarán de confeti y serpentinas. Son alumnas de la escuela de modelaje para cholitas, que promueve la vestimenta andina.
El interior del cholet está lleno de espejos y luces de todos colores. Se hace de noche y ya hay miles bailando al ritmo de los Andes y el tecno. A veces, uno; de a ratos, el otro; por momentos, los dos juntos.
La banda que había tocado más temprano se rearma y entra desfilando al salón, escoltada por bailarinas y personajes típicos del carnaval de Bolivia: ángeles, diablos y osos.
Miles de vasos y latas de cerveza cubren mesas y asientos.
El Electro Preste “es fusión cultural, integración y su objetivo es hacer que la gente se enamore de sus raíces bolivianas”, dice Aníbal Aguilar, o DJ Animal Print, que a los 46 años lo organiza por sexta vez junto con su colega Iva.
Pero es una fiesta de élite: de los casi 12 millones de bolivianos, más de un tercio bajo la línea de pobreza, muy pocos, pueden pagar 36 dólares por una entrada.