No hay palabras, no suficientes para describir la barbarie que habita ahí, siempre. Pero a veces la sentimos lejana, no la vemos ni la sentimos. Pareciera un relato de talibanes, mundialmente repudiados por su explícito menosprecio hacia las mujeres. Tal vez, un relato de las acciones de Boko Haram en Nigeria u otros países distantes donde la violencia se despliega brutal sobre niñas secuestradas. O tantos lugares donde no hay atisbo de piedad humana.
Pero no lo es. Es en nuestro México, en la dolida Montaña de Guerrero, entre los que hablan ñuus’avi, los más humildes y tímidos, donde la barbarie innombrable irrumpe y queda todo en vilo, como en Dios en la Tierra, el relato de José Revueltas. La voz de una mujer sencilla, sus palabras salen directo del corazón, son claras, sonoras, sin adjetivos, las de todos los días de su vida en aquella montaña. Palabras que escucha atentamente Abel Barrera Hernández, también con el corazón y las recoge minuciosamente con el entendimiento y la sensibilidad de tantos años frente al Centro de Derechos Humanos de la Montaña-Tlachinollan (“Cuerpo de lodo”, La Jornada, 8/3/22).
Ella es la “mamá de Amalia” y su madre, porque María, su hija, se desangró en el parto y no aguantó a pesar de los esfuerzos de su comadre Juana, la partera. Ella es la “mamá de Amalia” en todo el relato, porque se vive así: su hija murió, le dejó a su nieta-hija, el padre por supuesto se fue, las abandonó. Al abuelo ya lo habían matado antes. Se quedaron solas la abuela-madre y la nieta-hija, como tantas en nuestra geografía de pobreza y abandono. Como es costumbre, sacaron fuerzas desde lo profundo y sobrevivieron, salieron adelante, con orgullo y alegría. La abuela-madre relata con ternura cómo teje huipiles, con animales del monte, los prefiere rojos; el color de la lucha, de las mujeres y hombres, tal vez ella no lo sabe, pero lo presiente. También siembra un terruño para comer elotes cuando sea el tiempo de la cosecha: se acostumbraron a comer tortillas con quelite y sal. Ella tiene 70 años y Amalia, estudiante de secundaria tendría 13, 14 o 15 años. Amalia era una esperanza, un nuevo camino, le enseñó las palabras que ahora entiende en español. De vez en cuando reciben un apoyo desde Nueva York, donde vive su otro hijo. Él, sin saberlo, les manda así la posibilidad de comprar el celular que llevó a Amalia a su brutal y desquiciado destino. Un teléfono que la hace sentir bien, todos sus compañeros lo tienen, un teléfono.
Hasta aquí este podría ser el relato de miles de “mamás de Amalia”, que sobreviven en esas condiciones. Sin embargo, la barbarie se presentó como un rayo fulminante: quemó y arrasó con sus vidas difíciles, su vida de penurias, sí, pero vida en la que se apoyaban una en la otra y nunca percibieron la aberración que se lanzó contra ellas. El relato pausado de Abel a través de las palabras de la mamá de Amalia, deja un hueco negro, obscuro en el estómago, en el corazón. Desplomarse y llorar esta injusticia no es suficiente. Es algo más profundo: la sensación de total impotencia. ¿Qué podemos hacer todos frente a esta brutalidad demente? ¿Cómo unos muchachos de secundaria fraguaron esta trama sangrienta? ¿Cómo su amiga la encamina a la casa donde la esperan sus compañeros, quienes tienen el teléfono? ¿Cómo unos muchachitos martirizan con saña enferma el cuerpo de su amiga? ¿Qué ha sucedido para que sean capaces de esta locura?
La angustia no queda ahí: “Me dejaron el cuerpo con lodo de mi hija Amalia. Nos abandonaron como si fuéramos animales”. La policía municipal de Cochoapa, llegó, sacó el cuerpo molido y desfigurado a machetazos y allí lo dejó. Le dijeron que lo tenía que llevar al Semefo de Chilpancingo y se fueron. La ayudaron sus vecinas a salir del lodazal. La Sindica de Cochoapa llamó a comparecer a los padres de los muchachos y al inexistente padre de Amalia. Los puso de acuerdo y le pagaron 150 mil pesos. El 12 de junio de 2020, la Unidad Especializada en la Investigación del Feminicidio archivó la investigación “porque la mamá de Amalia no ha presentado un testigo”. La innombrable barbarie de las autoridades se entrelaza con la de los asesinos, una vez más. Una sola historia donde se amalgaman el desprecio, el racismo, el machismo, la corrupción, la impunidad y el poder sobre la vida desde los ámbitos más cercanos, los compañeros de la secundaria, la pareja, los amigos, hasta los cupulares de todo el entramado de dominación. Entonces, más allá de marchas y plantones, debates teóricos abigarrados, divergencias políticas entre las izquierdas, de inútiles confrontaciones parlamentarias, ¿qué podemos hacer? ¿Qué debemos hacer todos frente a todo esto?