Después de siglos de abuso y descuido, los ríos del mundo están exhaustos. Quedan algunos casi sanos. Poquísimos. Cuando uno viaja a los ríos donde han corrido las civilizaciones, encuentra los cadáveres del Arno, el Tíber, el Sena, el Ganges, o ríos lastimados y primordiales, como el Nilo. Los gigantes de agua sueñan con ser el Amazonas pero no lo alcanzan, aunque lo destacen y asfixien sus ocho naciones. Qué difícil se ha vuelto ser río.
Tengo para mí uno que no deja de gritarme. En su hondura y su extensión atraviesa los lugares verdes más hermosos. Quiso mi suerte conocerlo en la adolescencia, y vuelvo siempre que puedo. También he visto su creciente maltrato, pero no le quitan lo terrible e ingobernable. Hablo del río de los Monos, ozomatli, en náhuatl, el Usumacinta. Majestuoso desde el nombre, por 3 mil años ha sido el río de los pueblos mayas.
Desde la poderosa humedad de los Cuchumatanes escurre a Huehuetenango y primero se llama Pacaranat. Desciende hacia Chiapas cargado de ríos: Salinas, La Pasión, Chixoy, Santo Domingo, Dolores y tantos más, azules o esmeralda que duelen de tanto color. Sus aguas van cosechando la furia de la selva en Lacandonia y el Petén, intrincada cuenca que las montañas inventan palmo a palmo.
Bajo sus alas anchas los antiguos choles construyeron, a lomo castigado, portentosas ciudades inexplicables. Señores y ejércitos alucinados los forzaron y eternizaron en piedra, único vestigio real que queda de Tikal, Yokib’, Yaxchilán, Bonampak, Palenque (¿llamada Lakanhá?).
Hijo de muchos ríos de allá y acá, un padre mayor suyo es el Jataté, que brota de un escurrimiento en los Altos por Oxchuc y recuerda al grifo del Danubio de Claudio Magris. Crece, recoge y penetra la selva con el Tzaconejá en los hombros. A finales del siglo XX su recorrido de una a otra cañada puso a danzar una revolución maya de alcance histórico. Puede decirse que el Jataté es la columna vertebral del alzamiento zapatista.
Sus afluentes, aún arroyuelos en lo más elevado de las serranías, dieron agua a los guerrilleros que un día bajaron a los pueblos, con la lluvia acumulada para nacer una nueva y más exitosa rebelión de los colgados. El río Perla viene agitándose de Jordanes y Calvarios cuando encuentra al Jataté en una esquina próxima a la laguna de Miramar, espejo del cielo, y toma el nombre de Lacantún, que será el que recoja al Euseba, el San Pedro, el Tsendales y los escurrimientos de Guatemala. Como en el Popol Vuh, tiene un hermano gemelo, Lakanhá, que trae otras selvas y otros ríos. La palabra tzeltal “há”, agua, determina muchos nombres de este mundo Usumacinta, riberas del mono araña y el aullador o saraguato, de cocodrilos y parvadas que ignoran la frontera.
Un día subí la caída del río Azul y vadeé al Negro, que nace y muere en la selva para nunca alcanzar el mar. Llegué a Tsendales, otra gran ciudad del clásico maya (siglo II a IX de nuestra era), que duerme el sueño del olvido. Registrada en los mapas, inexplorada, muerta por mil 200 años, guarda secretos al borde de las milpas que nacen en sus escombros rodeadas de verdadera selva.
Las lagunas de la Lacandona atesoran sus azules en Suspiro, Sibal, Metzabok, Ocotal, Lacanjá, Ojos Azules, Nahá, Miramar. Todas las han visto, si no es que remado, estos ojos agradecidos. Lo más arriba que pude llegar del río Tsendales, alejándome de las guacamayas, me mostró las huellas del tapir sediento y los ojos como cristal del tímido jaguar. Nadé vestido de pequeños peces, cerca de un martín pescador en la tranquilidad de su festín.
La cuenca del Usumacinta tiende al aire guapachosos tucanes y codiciados quetzales. Estos días estará floreciendo en las laderas el amarillo de primaveras y guayacanes, rodeados de ceibas envidiosas que abrazan todo por arriba y por abajo. Un río para sembrar sueños, parafraseando a su historiador Jan de Vos. Yo mismo lo debo haber soñado. Reyes despóticos creyeron gobernarlo. Los madereros lo colmaron de caoba muerta para amueblar las cortes europeas. Generaciones de choles y chontales lo vadearon y malamente navegaron.
Río de olvidadas guerras sagradas y tontas, de arquitectura alucinada, relieves, murales y un sistema numeral y cosmológico a la altura de esa obra maestra de la mano humana, el maíz, que tanto debe en sus milenios a las aguas insaciables que dan al Usumacinta. Río de viajeros como Teobert Maler, arqueólogos como Alberto Ruz Luhillier o ingenieros fantasiosos como Pablo Montañez, tuvo su poeta en Carlos Pellicer, quien siendo de los bajos tabasqueños supo ir selva arriba y cantarle cuando le llegaron los hachazos de la palabra Izankanak.
Tierra de nadie (dicha en clave de agua), ha guardado guerrillas de dos países, refugiados, migrantes, contrabandistas, vida y muerte en una sola oración. Navegable a tramos, a tramos materia de profesionales del kayak, no es para nadar. Con tal sólo orillarse a donde se encumbró el señor Escudo Jaguar II para reinar 60 años, uno siente la locura que fue sembrar civilización en un lugar tan salvaje.