Bucarest. Si la foto se revelara en blanco y negro, la imagen evocaría una escena de la Segunda Guerra Mundial. Un pitido sobre el andén es la llamada para que cientos se amontonen en busca de abordar uno de los vagones. Quieren ir al oeste, lo más lejos de la guerra.
El dolor se escenifica en la Gara de Nord (estación norte de trenes) de la capital rumana, parada obligada para miles de ucranios que a diario dejan su país para escapar del conflicto. Las sensaciones se agolpan: tristeza, desconcierto, ansiedad, rabia.
Expulsados de su tierra, buscan nuevas opciones. Han esperado por horas, algunos hasta días, para abordar uno de los trenes, que casi han triplicado sus corridas. La ruta Bucarest-Budapest ha pasado de dos a entre cinco y seis al día. No hay costo de pasaje –es transporte dispuesto por las autoridades ferroviarias rumanas–, sólo se debe esperar turno en una larga lista para tener uno de esos lugares.
Las familias abordan los vagones, hay sobre todo niños que sujetan de la mano a sus madres, desconcertados por la aglomeración. Llevan consigo lo básico, lo que pudieron tomar al abandonar su tierra.
La tragedia de 16 días de guerra para unos, es negocio para otros. En la estación, por doquier, se ven carteles –en pequeñas hojas y escritos a mano en varios idiomas– que anuncian traslados privados a diferentes lugares: Estambul, Turquía, a 150 lei (moneda rumana) por persona, equivalente a 30 euros; Cracovia y Varsovia, Polonia, 120 y 130 euros; Budapest, Hungría, 80 euros; 100 para Viena, Austria, y 120 si el destino es algún punto de Alemania. Se trata de escapar de la guerra y merece cualquier costo.
Ante la ola de desplazados que se han movilizado fuera de Ucrania –2.5 millones estima el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (y 2 millones más desplazados internos)–, la estación de trenes se ha transformado en refugio, como muchos otros lugares de las naciones vecinas a Ucrania.
En la Gara de Nord se han adecuado los requerimientos mínimos para atenderlos. Se instaló un campamento con una decena de carpas de descanso, un módulo de orientación y uno más donde se les ofrece comida. La sala de espera se volvió un espacio recreativo infantil: voluntarios juegan pelota con algunos pequeños y otros se entretienen con muñecos de trapo o dentro de una casita de juegos. Los niños refugiados logran así recuperar las sonrisas que conlleva el juego.
“Dejen de matar inocentes”
Postrada en un camastro, en medio de las carpas del campamento, Margarita Nicolau vacila: “Ahora no sé a dónde ir. En mi cabeza sólo recuerdo el momento que lanzaron los cohetes (bombas), tuvimos miedo. No sabíamos a dónde correr, cómo proteger a los niños”.
En medio del llanto, esta septuagenaria pide el fin de la guerra y la desocupación de su país. La rodean varios refugiados –la mayoría niños–, quienes apoyan con sus celulares para traducir lo que dice.
La tecnología se ha convertido en un actor clave para romper la barrera del idioma en esta crisis humanitaria. Los refugiados usan la aplicación de traducción para darse a entender, para expresar sus dudas, inquietudes y preguntas.
Margarita descansa debajo de gruesas cobijas ante el inclemente frío (dos grados cuando el reloj central de la estación marcaba las cuatro y media de la tarde). Lanza un mensaje para quienes tienen el “poder” de terminar con la guerra: “Dejen de matar inocentes. Somos gente pacífica que desea vivir en paz, regresar a casa, tener de nuevo esperanza. Suplico que el mundo, que la gente, se una a esta petición”.
A varios metros, una pequeña de unos seis años de edad sonríe y juguetea. Enfundada en un abrigo naranja y un gorro rosa se olvida por instantes de la crisis familiar que se escenifica a sus espaldas. Con naturalidad, posa para las cámaras. De pronto, estira su mano y representa la seña universal para pedir dinero. La negativa no mina su ánimo y, presta, continúa dejándose retratar. Los adultos tras ella dialogan con voluntarios de una iglesia ortodoxa que tratan de darles ánimo.
“La guerra nos dejó sin nada”
De otra carpa se asoman Svitlana Lyashkovych, veinteañera ucrania, que abraza a uno de sus hermanos, Allo, de 14 años. Ambos observan a otros niños de su familia jugueteando de aquí para allá. Huyeron de Kharkiv, una de las ciudades más destruidas por la invasión rusa.
“Vivir en la guerra es espantoso. Una terrible bomba golpeó nuestra casa, afortunadamente no estábamos, fuimos al refugio. Cuando regresamos todo estaba destruido, incluso documentos (pasaporte y demás) y dinero. Salimos con casi nada, por el miedo de seguir ahí”, relata Svitlana. Allo sintetiza en una pregunta la incertidumbre de millones de personas que han dejado todo atrás: “¿Terminará la guerra y podremos volver a Ucrania?”
El objetivo de esta familia es llegar hasta Alemania y solicitar refugio. Llegaron a Bucarest apenas ayer y tratan de obtener dinero a como dé lugar para seguir su camino. No tienen pena en pedirlo a cualquiera que pasa frente a ellos. La vergüenza no se permite a quienes huyen de la guerra.
Sobre el andén, Michael –de origen chino– se despide de su familia en medio de sollozos. Los abraza como si fuera la última vez que los verá. Suben al tren y él no esconde su dolor por esta momentánea separación. Cuando el convoy parte, el hombre se sienta en una banca y llora inconsolable.
Ellos van a República Checa. Michael debe quedarse porque aún tiene esperanza de que la guerra termine pronto y así pueda retomar su negocio familiar en la nación eslava. “Me duele que se vayan, pero es más seguro para ellos. No podíamos seguir viviendo allá, no hay forma de continuar en Ucrania, la guerra es feroz y nos ha dejado sin nada”.
“¡Es el dolor!”, enfatiza Corina, voluntaria de la Cruz Roja en Rumania, al describir la sensación que le transmiten las miles de personas que a diario ha visto transitar por esta estación de trenes, donde sus historias probablemente terminen para arrancar un nuevo comienzo.