En el mundo del futbol se pueden usar metáforas bélicas, “esto es una guerra”, o biológicas, “las barras bravas son una enfermedad”, aunque no se trate ni de un conflicto ni de una enfermedad, sino de un juego. Hasta finales de los años 90, los grupos de animación en México eran llamados “porras” y estaban lejos de replicar cánticos sudamericanos. Ahí se reunían aficiona-dos de un mismo equipo, con sus lealtades y complicidades, creando olas en las tribunas y al ritmo de “A la bio, a la bao, a la bim bom ba…”
En 1996, sin embargo, la barra Ultra Tuza, en el club Pachuca, importó el modelo de los aficionados más radicales. Chivas tuvo a la Legión 1908, mientras que en Pumas nació La Rebel y el América presumió con bombo y platillo a La Monumental. El preparador físico argentino y directivo del equi-po hidalguense, Andrés Fassi, fue señalado desde entonces como el principal impulsor de estos grupos de fanáticos organizados. La inseguridad, la violencia y la incomodidad reinaron como sus principales representaciones.
“En todas las barras hay un líder, después está un núcleo de personas centrales conocido como ‘segunda línea’. Ellos se encargan casi siempre de la organización: viajes, boletos, venta de playeras, el ingreso de bombos y trapos”, dice El Rulo, ex integrante de La Rebel. La ‘tercera línea’ está formada por los más nuevos, personas que no están bajo el mando del jefe máximo, sino que siguen las órdenes del líder del barrio o zona en la que viven.
Bien estructuradas
“Tienen una estructura perfectamente diseñada. Se organizan dos semanas antes de los partidos, realizan robos de autopartes afuera del estadio, cometen delitos y tienen cómplices. Antes, la seguridad privada sólo los agarraba y los sacaba, como si fuera un salón de fiestas. Nunca terminaban en el Ministerio Público”, explica el regidor de Querétaro, José Luis Aguilera, quien hace 10 años presentó una iniciativa contra la violencia en los estadios. “Además secuestran camiones o piden dinero para comprar su boleto. Hoy entran casi 3 mil por partido. ¿Cómo los consiguen? Por la directiva”.
Entre barras y policía hay una alternancia de complicidad y violencia. En los archivos, se han documentado batallas campales entre fanáticos del América y Pumas, trifulcas en 2017 en Veracruz, un episodio sangriento en 2015 en Guadalajara entre aficionados de Atlas y Chivas, que empezó con la policía y terminó en los hospitales. Lo que ocurrió el día 5 del mes en curso en el estadio La Corregidora se ha convertido en el antecedente más sangriento de violencia y “la cultura del aguante”, como la llaman los propios barristas.
“En estos grupos tenemos códigos. Si en una pelea alguien está en el piso, no se patea. Tampoco se golpea a la familia y no hay muertos. Los que estamos en este mundo es porque nos encantan los madrazos, nos gusta arriesgarnos, esa es la verdad”, afirma Jonathan El Reno, integrante de la denominada 51 del Atlas, quien reprueba el proceder de los miembros de La Resistencia del Querétaro contra los seguidores rojinegros.
Los campos de batalla sirven para alzarse con el trofeo del enemigo, que pueden ser camisetas, banderas o trapos, y con los cuales muestran que son superiores. “No es un secreto que consumimos drogas. Llegamos hasta la madre de pedos, porque armamos previas. Son reuniones que hacemos horas antes del partido para tomar cervezas, fumar mariguana, robar algún Oxxo. En un camión vamos mínimo 50 cabrones. ¿Quién nos va a decir algo?”, dice un integrante de La Monumental Neza, que solicita el anonimato.