La violencia cotidiana que asuela al país desde hace décadas, ha provocado sin duda que un abundante segmento de la cinematografía mexicana refleje tanto a víctimas como a victimarios a manera de una denuncia artística tanto ética como estética, un recurso con el que el gremio audiovisual intenta si no combatir o menoscabar, al menos exorcizar esa locura colectiva que ha afectado de maneras terriblemente dolorosas a nuestra sociedad.
Pero más allá de esos relatos tan abundantes de víctimas y victimarios, de bondad y maldad, el planteamiento poco común de un holandés pacífico y contenido, afincado hace veinte años en la región de Lagunas en el Sur de Jalisco, Martijn (Martijn Kuiper) que se dedica a la albañilería tras vender su tendajón y a cultivar su jardín, devastado por el asesinato de su hijo mayor, al grado tal de que se ha separado de su esposa Mariana (Iazua Larios) y de su hija, Luisa, hasta que explota y rompe su vida por completo, además víctima de una enfermedad terminal, resulta atípico, por decir lo menos.
Porque ante la súbita venganza paterna que acaba con la bonhomía y tranquilidad de ese pueblo chico tan universal que no tiene un nombre preciso, hallamos un tema tabú para los tiempos que corren: la violencia –no como un enfrentamiento entre rivales o de oscuras fuerzas ajenas, sino la ebullición interior que puede permanecer latente y semiescondida– enfrentamos en Ricochet (México-España, 2020), el largometraje debut de Rodrigo Fiallega.
Aunque la película está originalmente basada en un hecho ocurrido en Argentina, resultó apenas un pretexto para detonar una historia en el contexto mexicano, más que obsesionarse con recrear el acontecimiento. Más allá del episodio violento o del instinto del ajuste de cuentas, Fiallega concibió su película justo sobre una duda: “¿cómo puede ser que los seres humanos tomemos decisiones muy erráticas y abruptas que le pueden dar un giro de 180 grados a su vida, más allá del acto violento o de la injusticia que también se tratan en el filme?”, explica en entrevista el realizador, con estudios de filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y de Comunicación Audiovisual por la Universidad Iberoamericana (UIA).
“Me sirvió para interrogarme respecto a las cosas que nos hacen ser humanos o tomar ciertas decisiones particulares que quizás los demás no comprendan o ni siquiera nosotros mismos. O que resulta que por no ser comprensibles son las más obvias, justo ese tipo de cuestionamientos eran lo importante de la película y que el espectador pudiera irse con ello en la cabeza al salir del cine”, advierte el guionista, editor, productor y director.
La película, producida por Tangram Films, tuvo su estreno mundial en el Festival de Cine de Roma y formó parte de la competencia de Largometraje Mexicano del 18 Festival de Cine de Morelia, en la que Kuiper ganó el Ojito al Mejor Actor y el de Mejor Largometraje en Zsigmond Vilmos, en Hungría, y que compitió en Shangai, D’A Barcelona, Hola México de Los Ángeles, Latino de San Francisco y en el Ficunam, arribó a la cartelera nacional el 10 de marzo en salas de la Ciudad de México, Guadalajara, Atotonilco, Ajijic, Aguascalientes, Agua Prieta, Zamora, Arandas y Mérida.
Kuiper, nacido en Amsterdam en 1970 y vuelto actor teatral a los 27 años en España, se sintió atraído desde la lectura del guion porque invita al espectador a utilizar su imaginación y a trabajar un poco porque no todo está dicho ni se le da masticado “como si fueran papas fritas”.
“Me gustó la sencillez y que la historia se expone sin juzgar a nadie. Aunque tengo algunas cosas en común con el personaje como ser austero o disfrutar lo pequeño y lo sencillo, pero no siempre es más fácil interpretar a alguien que se parece más a ti respecto de otro que te resulte más lejano, porque invita a la creación y apela a la imaginación del actor. Es tan divertido y complicado uno como el otro”, explica el intérprete en series como Sr. Ávila, Ingobernable y Falsa identidad.
Este personaje, que con gran tranquilidad recorre el poblado así como terrenos abiertos, tanto en una pequeña motocicleta como a pie, siempre enfundado en una ancha chamarra de cuero y tomando alguna cerveza de vez en vez con el dicharachero Rafael (Andrés Almeida), por el caluroso clima, habita la parsimonia y la aparente quietud de un poblado jalisciense, explica Fiallega.
“Ya desde el guion se sentía este espíritu de cercanía que existe en los pueblos pequeños, pues en las poblaciones chicas es más fácil que la gente se conozca, esté compenetrada y haya una mayor unidad. Y realmente ocurría que la gente de los lugares donde filmamos (Teocuitatlán, Amacueca, Sayula y Atoyac) justo era así. A la hora de estar rodando se fue transmitiendo mucho de la amabilidad y la sabiduría natural que poseen y se volvió un contrapeso a la acción de la película”, finaliza el director.