En el verano de 1969 Irlanda del Norte vive un clima de intensa crispación social con la disputa cada vez más agria entre católicos y protestantes, misma que propicia la intervención poco pacificadora de elementos de la armada inglesa. Son los años de una confrontación entre separatistas y unionistas irlandeses que las luchas de religión agudizan considerablemente. Belfast (2021), la cinta más reciente del realizador irlandés Kenneth Branagh ( Enrique V, 1989; Hamlet, 1996), no ofrece un mayor contexto político de esta situación. Lo suyo es simplemente evocar esa atmósfera dramática como contrapunto para un relato más intimista, un recuento de corte autobiográfico en el que esa dura polarización es vista a través de la mirada entre atónita y risueña del pequeño Buddy de nueve años (Jude Hill), para quien los violentos enfrentamientos callejeros en Belfast, su ciudad natal, semejan una variante de las películas de aventuras a las que en tanto cinéfilo precoz se ha vuelto adicto.
En esa Belfast idealizada por el recuerdo y la nostalgia, nada parece perturbar el equilibro emocional de la familia del niño, excepto las amenazas que padece su padre (Jamie Dornan), obligado por militantes radicales protestantes a definir su compromiso con la cruzada anticatólica en curso. Ante esa intimidación continua, la familia se siente orillada a abandonar Belfast y emigrar a Australia o a Vancouver o simplemente a seguir al padre a Inglaterra, lugar donde habitualmente trabaja. Esa posible decisión angustia al protagonista infantil, quien muestra un apego muy fuerte a su barrio, a sus amigos de escuela, a sus abuelos, y en especial a una simpática pequeña pretendiente suya a la que planea volver algún día su esposa. Este proyecto de vida, acariciado con toda seriedad por Buddy, corre el riesgo de derrumbarse por completo ante una situación de guerra civil inminente que rebasa por completo la comprensión del niño.
Posiblemente el aspecto más atractivo de Belfast sea la manera en que los abuelos en la familia (Ciaran Hinds y Judy Dench, magistrales), contribuyen a la educación sentimental de un ser lleno de vitalidad y entusiasmo, pero receloso de la enorme incertidumbre que advierte en torno suyo. Ellos atienden, con un avispado sentido del humor, a las inquietudes de Buddy, le brindan consejos pertinentes sobre cómo seducir a la niña de sus sueños, y de modo especial sobre las muy pocas diferencias esenciales que existen entre católicos y protestantes, las facciones en pugna. El padre del niño muestra por su parte un espíritu tolerante y abierto, opuesto en todo momento a la rijosa intransigencia de sus hostigadores radicales, mientras la madre (Caitriona Balfe) revela su estricto código de rectitud ética al obligar a Buddy a regresar un paquete de detergente sustraido de una tienda católica durante un saqueo rebelde.
Toda esta sucesión de posicionamientos morales hacen de Belfast una cinta aleccionadora y cautelosamente inofensiva –una evocación intimista a medio camino entre las películas del inglés Terence Davies ( Voces distantes, aún vivas, 1988) y relatos tan dramáticos como La esperanza y la gloria ( Hope and Glory, John Boorman, 1987), sin alcanzar la complejidad temática de estos dos referentes. Se ha mencionado en cambio, de modo insistente, la posible filiación temática de Belfast con la cinta mexicana Roma (Alfonso Cuarón, 2018), no sólo por sus títulos emblemáticos ligados a una ciudad o a un barrio, sino por la factura en blanco y negro que acentúa la pátina nostálgica de los dos relatos y el poder evocador de la banda sonora que en el caso de la película de Branagh cuenta con la notable colaboración de su compatriota Van Morrison. Quien desee acceder por medio de esta película a una compresión más completa del conflicto social que en Irlanda del Norte se conoció en los años sesenta como The Troubles, y de sus repercusiones históricas, quedará sin duda decepcionado, pues el asunto se evoca aquí sólo como telón de fondo a una cálida confidencia en la que Branagh describe su propia formación sentimental temprana, con un asomo de observación social y un entrañable retrato oblicuo de sus seres cercanos; también presenta de modo atractivo la curiosidad infantil por el entretenimiento fílmico. Una infancia feliz en medio de las turbulencias sociales, y para el realizador de ya tantas adaptaciones de obras shakesperianas, un venturoso cambio de rumbo en su filmografía y una apuesta por un cine muy personal y artísticamente más depurado.
Se exhibe en Cineteca Nacional y salas comerciales.