Por siglos hemos sabido que lo que llamamos “interioridad” no está dado para siempre, es múltiple, y que es una relación del “yo” consigo mismo, es decir, no existe más que como relación a la que nombramos “conciencia”. Es una redirección de la atención de lo exterior hacia lo que sea que creamos que está adentro de cada uno de nosotros mismos, sean la memoria y los deseos, la percepción de que somos algo que se piensa a sí mismo o una luz que se ilumina a sí misma. La cultura dominante quiso eludir esta percepción dictaminando que el interior era sólo la voluntad.
La retórica que prevaleció durante 40 años fue la autoayuda, donde no se debe esperar nada de los demás: si el mundo es insatisfactorio, no lo cambies, busca en tu interior la reserva secreta de positividad; el fracaso no es intrínseco al ser humano, sino que se debe aprender de él para ser exitoso; hay que aguantar el dolor y el sufrimiento y adaptarse a él, eso es resilencia, es decir, la idea de que tu interior es como una liga que se estira y regresa a su posición anterior. La socialización del fracaso y la concentración del éxito –dinero y reconocimientos– en pocas manos, devino en la búsqueda de una nueva forma de ser uno mismo en la anteriormente desdeñada esfera pública.
De entre todas las cosas que parecen estar cambiando, me interesa en particular esta forma de pensarse como ser público una vez que lo privado parece haber cumplido su ciclo de infelicidades. En las redes sociales, sobre todo las de opinión, vemos lo que durante muchos siglos fue considerado territorio de los sueños: la distinción entre el yo que sueña y el soñado como yo. Todo un tema literario y filosófico para los chinos, Fernando Pessoa, y Jorge Luis Borges. El uso del avatar anónimo como identidad en las redes no es muy distinto del uso de las máscaras, los heterónimos o, incluso, de los ortónimos (cuando te pones tu propio nombre para ser otro). Me explico: tanto la máscara como el uso de otros nombres, incluso del propio, contienen la idea de que se puede decir y hacer cosas que no te atreverías en persona, de frente, viendo a los ojos. Por eso, a veces, las redes parecen carnavales o juegos infinitos de espejos donde ya no es posible encontrar la fuente de quien dice “yo”. A veces, también se pierde el “tú”, porque, ¿a quién le contestas si tiene una abejita de avatar y un nombre como “peliaguda2557”? Es como un nuevo barroco donde lo privado se amontona en lo público, como los ángeles y las gárgolas en los atrios de las iglesias, sin atreverse a mirar porque lo único que importa es ser mirado, cuando no admirado.
El terror de ver a los ojos de otro nos fue revelado por Sócrates y sus discípulos: verse reflejado en las pupilas del otro, te da la dimensión de quién eres, al mismo tiempo que engendras a un tercero que es sólo una refracción, un efecto de la luz que, además, está invertido entre izquierda y derecha, si te pones en su lugar. Ver a los ojos contiene un acto de vulnerabilidad porque es nuestro rostro la mediación entre el exterior y el interior. En los rasgos de una cara viva se creen leer las emociones y afectos internos o la afectación para esconderlos. La cara es lo público de la intimidad. Más allá de las fotos, dibujos o logotipos que pongan los usuarios de redes, si tomamos en cuenta la metáfora del sueño y las redes sociales, podemos ver que existe una confusión entre el yo que sueña y el yo soñado.
Hay dos tipos de sueños, el no-lúcido donde creemos que el “yo” es el yo que vuela, y el lúcido, en el que sabemos que estamos soñando que volamos. El “uno mismo” que sueña es distinto del ego que protagoniza el sueño, por más que tenga la misma cara y nombre. Pero esta distinción está ausente en las redes sociales donde un “yo” privado trata de participar en lo público con un ego soñado y, entonces, construye una realidad que sólo existe en el espacio digital centrado en él mismo y cuyas periferias son jerarquías de números (seguidores, likes, respuestas) y dispositivos de atención (el Trending Topic, lo que el manejador de la red cree que es noticia, la primicia que se disipa en minutos). A este yo centrado rodeado de sensaciones, Fernando Pessoa lo llamó “la geometría del abismo”. Él iba poniendo heterónimos en el centro y experimentando las sensaciones como si fuera una vez Ceiro, otra Campos o Reis. Es distinto de un seudónimo porque, en realidad, es un método de borramiento del yo, a partir de explotar sus dobles terroríficos, distantes, extraños.
Como escribe: “Un heterónimo es el autor que escribe “fuera de su propia persona”, y al hacerlo, se transforma en otro yo. Escribir bajo un heterónimo no es esconderse detrás de una máscara sino experimentar la vida como esa misma persona”.
Es por lo menos curioso que el nuevo ciclo de las satisfacciones públicas se fragüe en las redes sociales como un “fuera de la propia persona” de Pessoa dentro de un laberinto tecnológico que recuerda a Borges y en contenidos que imitan las incertidumbres de la película de Akira Kurosawa, Rashomón. Como en la historia, basada en dos cuentos de Akutagawa, los testimonios y hasta confesiones de quienes estuvieron en la escena del crimen de un samurái, exponen que lo que se dice no importa tanto como lo que revela de quien lo dice. Al final, si el ataque era una seducción o una violación, si el muerto era por asesinato o suicidio, importan menos que la idea de que los testimonios destapan la vida interior de los testigos.
Tal parece que, en las redes sociales, el individualismo se ha disfrazado de sujeto público. Pero, al politizarse, también volvió caduco al solitario de la autoayuda.
Pero, como dijo Mao en 1971 de la Revolución Francesa de 1789, es demasiado reciente para medir sus efectos.