Karl Wittfogel (1896-1988) fue un sagaz analista y militante comunista en los años 30 del siglo pasado. Se desencantó del estalinismo y terminó siendo defensor de lo que algunos ingenuos y vivales llamaban el mundo libre. Además, se convirtió en un delator de hombres y mujeres liberales y de izquierda en la época macartista. Es innegable que fue un estudioso profundo de las poblaciones asiáticas y popularizó el término despotismo oriental. Según este autor, en la Unión Soviética no existía ningún tipo de socialismo y era una rencarnación de sistemas despóticos de la antigüedad; en tales sistemas no existía la propiedad privada de los medios de producción, pero el Estado controlaba los procesos productivos, las fuentes de energía como los recursos hidráulicos y sometía a las poblaciones a un régimen de opresión y esclavitud. Para Wittfogel, el propio Carlos Marx había estudiado lo que llamó el modo de producción asiático, pero abandonó ese concepto cuando se dio cuenta de que ese modo podía conducir a una estatocracia despótica, por lo cual quiso evadir las críticas de los anarquistas.
Tanto el imperio zarista ruso como el Estado llamado soviético y la Rusia actual han sido motivo de ambiciones desenfrenadas, de intentos de expansión territorial a su costa y un supuesto afán de modernizar a Rusia en muchos de sus aspectos. Desde hace mucho tiempo las potencias imperialistas han conquistado y colonizado lo que se conoce como Tercer Mundo, pero Rusia no ha podido caer bajo el dominio de esas potencias y por el contrario ha creado su propio expansionismo. Los magnates de este planeta desean apoderarse de Rusia y de regiones bajo su dominio, ya que contienen gran cantidad de recursos naturales, centros industriales desarrollados y grandes conjuntos de trabajadores que se supone están acostumbrados a obedecer a toda clase de burocracias y clases dominantes, constituyendo mano de obra ideal para quienes gozan de la explotación de los seres humanos.
Para colmo, Rusia ha sido un bofetón a las mejillas del rostro lúcido de la civilización occidental. Ya en un artículo anterior expuse que los dirigentes bolcheviques Lenin y Trotsky se quejaban del asiatismo de las poblaciones que habitaban en la Unión Soviética. La civilización occidental es la cultura dominante en el mundo actual y lo ha sido desde tiempos medievales, cuando comenzó el mito de que los orientales son gente bárbara, salvajes, carentes de valores humanísticos y de conductas primitivas. Desde tiempos de las cruzadas, los orientales eran concebidos como incansables depredadores a quienes incluso debería exterminarse e impedir que contaminaran a la Europa civilizada. En muchos textos se glorifica el hecho de que los turcos y otros grupos de carácter islámico no pudieron apoderarse del viejo continente, como se alega por parte de algunos nativistas –como la todavía bella Brigitte Bardot–, de que quieren lograrlo ahora.
Rusia es un caso especial y por ello también sus regímenes han sido muy criticados por demócratas y luchadores por la justicia social. Recordemos que el propio Marx llamó a Rusia “cárcel de pueblos”. En 1917, estalló una revolución de orientación socialista en Rusia y fue recibida con júbilo por las masas laboriosas del planeta y por muchos pensadores importantes. Un poco después de ese año destacados defensores del capitalismo como Lloyd George, primer ministro de Inglaterra, y Winston Churchill, declararon que era necesario acabar con el experimento soviético y en muchas partes de Europa comenzaron a surgir grupos fascistas cuyos componentes declaraban explícitamente que su misión era destruir a la Unión Soviética y aplastar las revoluciones de los trabajadores. De 1917 a finales de los años 20, los gobernantes soviéticos intentaron impulsar la revolución en otras partes del mundo, pero casi siempre fracasaron, y a partir de la toma del poder por un estrato burocrático comandado por José Stalin, recurrieron a los intentos de reconciliación con las potencias imperialistas; Stalin mandó asesinar a la mayor parte de los colaboradores de Lenin y no sólo reprimió a los contrarrevolucionarios, sino también y en forma feroz a los movimientos populares y a las agrupaciones de izquierda. Con ello quedó liquidado el comunismo en la Unión Soviética, aunque todavía se sostiene la peregrina idea de que ahí existía un régimen comunista, lo cual es totalmente contrario a la realidad histórica. A pesar de ello, en el país de los soviets se lograron importantes avances en el desarrollo económico, en la asistencia social, en el desarrollo cultural y en el fomento de la ciencia.
De lado antisoviético se proclamó por todas partes que el oso ruso era insociable porque en sus afanes imperialistas quería imponer el comunismo en todas partes. Empezaron a proliferar las voces de alarma proclamando que los gobernantes rusos eran la encarnación misma del mal y buscaban la guerra a toda costa; no podían deshacerse de su lastre oriental, a pesar de los esfuerzos que habían hecho emperadores como Pedro el Grande y también Catalina de magna estatura. En realidad, la burocracia mal llamada soviética no deseaba la guerra y no porque fuera pacifista, sino porque sus miembros sabían que en una guerra mundial serían destruidos de manera definitiva.
El supuesto “socialismo real” desapareció en 1991, se desintegró la Unión Soviética y Rusia ingresó de lleno al infierno de las competencias interimperialistas. Tanto Moscú como sus rivales imperialistas se dedican ahora no sólo a provocar guerras entre ellos, sino a causar multitud de padecimientos y desgracias a los pueblos que se ven involucrados en esas competencias. Se impone la necesidad de oponerse a todo tipo de guerras, de condenar a Vladimir Putin y sus socios multimillonarios y también a la belicosa Organización del Tratado del Atlántico Norte, que intenta hacer realidad el sueño de Hitler: apoderarse de Rusia e imponerle un régimen seudodemocrático, pero con un pútrido aroma fascista muy reconocible.