Siempre se escribe la misma marcha. O no. De entrada, algo no visto en otros años. Las muchachas vestidas “de civil” hacen casita mientras las del Bloque Negro tumban las mamparas que protegían una sucursal bancaria. Truenan los vidrios a martillazos. Aullidos celebran el logro. Tumbar algo, destruir cualquier cosa que represente el orden establecido, el sistema, el patriarcado, la injusticia.
La mayoría de las marchistas, casi todas muy jóvenes, pasa de largo, en la fiesta de la indignación, en una lucha que exprime el dolor y se torna alegre, ruda y alegre al mismo tiempo.
Se confirmará más tarde, en las escenas de la plaza llena: allá, pegadas a las vallas, las del Bloque Negro y anexas dando martillazos, tirando cohetones, ganando los reflectores. Nadie puede negar que son persistentes. Acá, repartidas en toda la plaza, las que vinieron a plantar su grito sin necesidad de romper cráneos, hacen fogatas y bailan y hablan y discuten. Se encuentran, pero no echan, no rechazan, a las que optan por la acción directa.
Al filo de las siete de la noche, la plaza mayor está llena y siguen llegando marchistas. Quien ha mirado esta marcha desde que arrancó puede decir con toda certeza: salvo una pinta en la valla de acero de Palacio Nacional, no hay, ni en las consignas, ni en las mantas ni en los carteles una sola alusión al Presidente de la República.
La marcha feminista insiste, aunque no sea escuchada en Palacio. Y parece decir: Presidente, esto no se trata de usted.
Mantas, carteles, gritos, van contra el patriarcado en general, los agresores, un sistema de justicia podrido, una historia tan larga que 2018 es apenas el episodio más reciente. No se vio el nombre del Presidente en las mantas ni en las consignas.
Una manta que cuelgan los diputados opositores en la sede del Congreso de la ciudad es, al mismo tiempo, ruda y omisa: La 4T y sus 3 mil feminicidios. El cinismo que olvida los cadáveres en el closet azul (7 mil sólo en los primeros tres años de Felipe Calderón).
Treinta y cinco pasos separan la pared de Palacio Nacional de la valla de acero que lo protege. Ni el Pato, aquel estudiante de la Prepa Popular que atinó una molotov en un balcón de invitados (1981), podría llegar tan lejos.
Dicho de otro modo, la estrategia de Claudia Sheinbaum, despliegue masivo de elementos policiacos, dar su lugar a las mujeres policías, cero armas, extintores, mucha paciencia, funcionó. “Saldo blanco”, dirán las autoridades y eso será más que un logro en los tiempos que corren.
¿Cuál 8 de marzo sirve a cada bando en la polarización?
¿Las muchachas que pintan con gises de colores en la plancha del Zócalo desde muy temprano? ¿Las que pegan fotos de agresores sexuales al pie de la bandera nacional?
Un ejército de fotógrafos sigue a las muchachas de negro que reparten golpes. Las siguen y corren, porque los persiguen al grito de “pinches putos”, martillo en mano. Es lo que “vende”. No son, ni de lejos, la mayoría, pero imponen el tono, el ritmo de la cobertura de medios, muy lejano de la fiesta que se resume en una frase de las más repetidas: “No me cuida la policía, me cuidan mis amigas”.
A mediodía, una escena resume la discusión sobre la violencia que ha dado lugar a que seudoperiodistas hablen de “feminazis”. Una señora comienza a pedir a las jóvenes que no agredan a las policías (falta rato para que la jefa Andrómeda, de la policía capitalina, marche al lado de las manifestantes). La escena ocurre en el ombligo mismo del país, el astabandera del Zócalo.
La señora insiste: “No les peguen a las policías”. La muchacha a su lado: “Mataron a mi hermanita”. Y la joven se la acaba con una frase: “Yo soy policía”.
Unas horas más tarde, la mayor parte de los medios se concentrarán en las chicas de negro y con martillos, y no en los carteles y los gritos: “Te prefiero violenta que violada”; “Si mañana soy yo, abracen a mi mamá”; “Verga violadora, a la licuadora”.
Menos aún repararán en una consigna muy 4T: “Somos noticia, pero no pararemos hasta ser historia”.
La “noticia”, pese a los deseos de las muchachas que portan el cartel, serán las que portan martillos. Como una joven bajita y rolliza con marro en mano, que echó atrás a 10 hombres en la esquina de 5 de Mayo y Motolinía, con un solo grito: “A la chingada, cabrones”.
Un grupo de mujeres luchadoras, maduras, veteranas de marchas desde los años 80 del siglo pasado, hizo el resumen: “Nos gustó que hubo muchas expresiones artísticas (las fogatas con baile y discusiones “fueron una maravilla”); hubo mucho más policía que otros años, pero con una estrategia mejor que ayudó a que no escalara la violencia; la presencia mayoritaria fue de mujeres de clase media (ojo, izquierdas que pierden el apoyo de las clases medias) y abundaron las familias (“¿viste cuántas mujeres con hijos pequeños hubo?”)
Hacia las siete de la noche, el Zócalo estaba lleno. En las redes sociales, la guerra sobre la plaza llena dominaba la discusión (la derecha olvida a su ideólogo Carlos Castillo Peraza y su máxima de que “las plazas no votan”). Sonaban los petardos. Y en 5 de Mayo, una niña de ocho años, acompañada de su papá, ganaba alaridos felices con una cartulina que adornó con un personaje de 31 minutos, un calcetín con lentes que le ayudó a decir: “Toda niña tiene derecho a vivir sin violencia”. De eso se trataba todo.