En este rincón, con mucho trabajo nació mi nieta Amalia. Mi hija María se desangró y ya no aguantó. Mi comadre Juana, la partera, no pudo detener la hemorragia. Me quedé sola porque a mi marido lo mataron y mi único hijo trabaja en Nueva York. Desde niña, mi mamá me enseñó a tejer huipiles en el telar. Me gustó hacer figuras de animales que hay en la Montaña y a combinarlos con diferentes tonos de rojo, porque son los colores que más nos gustan a las mujeres.
Volví a ser madre con Amalia. A ella sí la inscribí en la escuela. Pronto habló el español y gracias a mi hija entiendo algunas palabras. Tuve fuerzas para sostenerla, haciendo huipiles y sembrando un pedacito de tierra para comer elotes. Mi casita la hizo mi marido, pero por la humedad, los adobes se están desmoronando. Las láminas de cartón se rompen muy pronto y por eso, cuando llueve, siempre tenemos que buscar un lugar para no mojarnos. El fogón nos quita el frío y seca la ropa. Cuando hay lluvia con mucho viento no podemos dormir por temor a que se vuelen las láminas. Mi hijita ya se acostumbró a vivir en el lodo y a comer tortillas con quelite y sal. Han sido años muy difíciles porque el papá de Amalia se desentendió totalmente de ella y me dejó con la responsabilidad de velar por sus estudios. Con la venta de huipiles y el dinero que de vez en cuando manda mi hijo, he logrado que Amalia estudie la secundaria.
En junio de 2020, cuando ya estaba por terminar el curso, mi hija tuvo un problema con dos de sus compañeras que le quitaron su celular. Esa tarde la noté muy triste, pero no me dijo nada. En la noche, cuando estaba lloviendo mucho, me comentó que iría con una compañera a buscar su celular. Ya no me quiso decir lo que realmente había pasado. Se me hizo extraño que en la barranca su compañera le dijera que el celular lo tenían unos muchachos. Le señaló la casa donde vivían y fueron juntas para ir a reclamarlo. Tengo entendido que mi hija entró a la casa y su compañera la abandonó.
Por mi edad, no pude salir a buscarla, me quedé en vela toda la noche. Presentí que algo habían hecho contra mi hija. La lluvia me impidió escuchar ruidos de los vecinos. En la mañana, lo primero que hice fue caminar por la barranca. Se me dificultó porque el agua bajó con muchas piedras y palos. Aun así, me abrí paso en medio del lodo. Mejor me regresé por temor a caerme. Más tarde supe que la policía municipal de Cochoapa el Grande había encontrado un cuerpo en la barranca, pero no lo pudieron identificar. Preguntaron a los vecinos si alguien tenía un familiar desaparecido. De inmediato fui a buscarlos y a decirles que mi hija Amalia no había llegado a dormir. Dieron el reporte al ministerio público de Tlapa, que más tarde llegó con varios elementos de la policía.
Mi hija estaba irreconocible. Sumergida en el lodo, no se lograba distinguir que se trataba de un cuerpo. No permitieron que viera cómo la sacaban. No sé como aguanté lo que después vi. A pesar del lodo, identifiqué que era mi Amalia, se notaba que todo su cuerpo estaba cortado con machete. Su cara estaba desfigurada, sus manos tasajeadas. Ya no quiero decir qué más le hicieron. La martirizaron y al final la fueron a tirar a la barranca. En lugar de que las autoridades municipales y ministeriales me brindaran el apoyo y me explicaran que era necesario llevar el cuerpo al Semefo de Chilpancingo, sólo levantaron las primeras investigaciones, me pidieron mi identificación y se fueron. Me dejaron el cuerpo con lodo de mi hija Amalia. Me abandonaron como si fuéramos animales. No les importó que, como persona mayor, no fuera a soportar el dolor por tanta crueldad, ni tampoco tuviera las fuerzas para sepultar a mi hija.
Fueron mis vecinas las que con su compañía y apoyo me ayudaron a salir de este lodazal. Tengo más de 70 años sufriendo en esta Montaña sin que las autoridades me tomen en cuenta. No existo para nadie y mucho menos les interesa saber lo que le pasó a mi hija. Para ellas, se trata de un cuerpo de lodo que ya está debajo de la tierra. Así lo siento, porque la misma síndica municipal de Cochoapa el Grande se atrevió a elaborar un acta de comparecencia, donde citó a los padres de dos menores que son señalados, junto con otras dos personas mayores, como responsables del feminicidio de mi hija. También llamó a quien procreó a Amalia, supuestamente por ser el padre agraviado, ignorando que yo he sido madre y padre de Amalia. Lo que no me van a creer es que la síndica firmó un documento donde acuerda que los padres de los acusados paguen los “gastos que se generaron por el sepelio y por el novenario de rezos”, llegando a decir que se trató de un “acuerdo conciliatorio”. He sabido que pagaron 150 mil pesos para que el caso ahí concluya.
El feminicidio fue registrado por la Unidad Especializada en la Investigación del Delito de Feminicidio, sin embargo, desde el 12 de junio de 2020 la investigación quedó archivada. Posteriormente turnaron la carpeta a la Fiscalía Especializada en Justicia para Adolescentes. A pesar de que la policía ministerial recuperó varios indicios en el domicilio de los menores acusados, como machetes, leños ensangrentados, una tabla en la que trasladaron a Amalia, ropa de los agresores y ropa de la niña que escondieron dentro de un temazcal, los agentes investigadores no han tomado en cuenta estos datos para obtener un perfil genético de la víctima. Para justificarse, culpan a la mamá de que no ha presentado un testigo de los hechos.
En medio del llanto y en la lengua tu’un savi, la mamá de Amalia, que sobrevive tejiendo huipiles con más de sus 70 años, nos muestra la fotografía de su hija comentando su tragedia: “Mataron a mi hija. ¿Por qué le hicieron eso? ¿Por qué le cortaron las manos? Nosotras ni siquiera un pollo robamos”.