Hay libros que no sabemos por qué nos sorprenden y después quedan oscilando varios días entre destellos en nuestra memoria. Eso le sucedió al adolescente Paul Auster cuando, en 1962, leyó por primera vez La roja insignia del valor, de Stephen Crane. Tenía 15 años y la novela formaba parte de las lecturas obligadas para estudiantes preuniversitarios.
El descubrimiento de ese libro, ha dicho Auster sin rodeos, le resultó explosivo y trascendental. Para él y para sus compañeros de clase.
Pero hace algunos años, cuando le preguntó a su hija de 30 si habían estudiado este texto en la preparatoria y le contestó que no, decidió hacer una pequeña encuesta entre los hijos de sus amigos con la misma interrogante. Y la respuesta fue también negativa.
Más aún: sólo uno de sus amigos del mundo literario de países no angloparlantes había oído hablar de Crane. Hice la misma investigación entre un grupo pequeño de escritores mexicanos y sólo Elena Poniatowska lo conocía.
De lectura obligada, Stephen Crane se convirtió en unos cuantos años en un desconocido. “Un cero a la izquierda”.
Esa realidad hizo que Paul Auster se pusiera a leer minuciosamente toda la obra de Crane. Dos años dedicó a esa tarea y a revisar cuanta correspondencia del escritor olvidado hubiera sido publicada.
Quedó tan fascinado por la frenética y contradictoria vida de Crane que decidió escribir un libro sobre él. Un libro no para especialistas o eruditos que finalmente tienen acceso a sus escritos, sino como el texto de un “viejo escritor sobrecogido por el genio de un autor jóven” y que buscó exhumarlo de las bibliotecas para compartirnos que, a más de un siglo de su muerte, la llama de Stephen Crane sigue ardiendo.
La biografía no es un género menor. Aunque muchos oportunistas la han banalizado, existen grandes autores que refrendan que el escribir sobre otros puede ser un gran ejercicio literario. Nos lo han mostrado con textos magníficos Marguerite Yourcenar con las Memorias de Adriano, Octavio Paz con Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe y Elena Poniatowska con libros como Tiníssima o Leonora.
Auster nos lo confirma ahora con La llama inmortal de Stephen Crane.
La historia que nos cuenta –y ¡qué historia!– es la de un precoz novelista que murió a los 28 y no conoció el éxito de su obra.
Fue periodista, poeta, novelista para hacerse de algunos pesos, y para defender en sus textos a los más desfavorecidos y a la libertad.
Fue admirado por Conrad, Wells, Henry James, influyó a Heminway, Faulkner, Cummings, Mailer y, ahora, nos dice Paul Auster, este genio ha padecido el ninguneo de la academia y de no pocos círculos literarios que seleccionan las lecturas “para los jóvenes”.
Leer esta obra de más de mil paginas con notas e índice onomástico no es fácil. No por la prosa, que se devora sin dificultad, sino porque los lectores, no soy el único, compran varios libros de Crane mientras leen la biografía escrita por Auster La roja insignia del valor, pero también Maggie, una chica de la calle, Heridas bajo la lluvia o El monstruo.
Con Paul Auster no se lee impunemente: leer la biografía de Crane nos lleva a leer la obra de este escritor metodista genial del siglo XIX que alimentó con su escritura a los mejores escritores del siglo XX. Alimentó a Faulkner y, este último, por ejemplo, a Gabriel García Márquez.
No es una locura sugerir que La llama inmortal de Stephen Crane sea el mejor libro del también guionista cinematográfico. El más ambicioso por su investigación y por la compleja estructura invisible de la biografía; el más humilde para rendir homenaje a una de sus sombras tutelares.
Para Murakami, con este libro, Auster nos demuestra que es un genio. Lo es. Su prosa magnética y vibrante, iluminadora y parpadeante como las llamas, tan llena de imágenes y destellos de memoria, de datos eruditos sin pedantería y de pasión sin ocultamientos, será difícil superar.