Madrid. El arte de Ragnar Kjartansson es emoción y melancolía, tiniebla y luz, ruptura suspendida en una música atrapada en la inmensidad de la montaña, en la infinitud de la imaginación. Este artista islandés, de tan sólo 46 años, viaja por el mundo con su mirada inquieta, sus instrumentos de cuerda y su equipo de sonido para grabar las sonatas naturales del viento o los recitales anónimos de la noche. Y todo eso lo convierte en arte, casi siempre en el formato de videoinstalaciones, pero también en poesía, en música tradicional o en acuarelas. Por primera vez, el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid expone una selección de las obras más importantes de este creador iconoclasta, algunas de cuyas piezas han sido elegidas por publicaciones especializadas como “la gran obra maestra del siglo XXI”.
Para entender mejor quién es Kjartansson quizá es necesario asomarse a su biografía. O, al menos, a dos episodios curiosos de su vida: en 2004, en la residencia privada del presidente de entonces de Islandia, Ólafur Ragnar Grímsson, donde dio un concierto con su banda de música autodenominada Trabant. Poco a poco, mientras interpretaban canciones melancólicas, que en ocasiones parecían un homenaje al minimalismo primigenio, se fueron despojando de sus ropas hasta quedar completamente desnudos. Y así estuvieron durante una hora tocando impasibles sus instrumentos frente al presidente de su país y sus selectos invitados, sin importarles las miradas de desconcierto o las risas cómplices por su forma de no sucumbir a la solemnidad.
El segundo pasaje de su vida se dio en 2005, cuando Ragnar literalmente se atrincheró en un pequeño teatro desvencijado y casi en ruinas del sur de Islandia, que parecía un caserío de la alta montaña; se vistió con un traje de raya diplomática y estuvo durante un mes tocando blues con su guitarra. Solo, con la única compañía de unas acuarelas pintadas por él mismo y el edificio en ruinas. No le importaba si alguien se pasaba a visitarlo o si lo escuchaban; simplemente estaba inmerso en tocar su guitarra y evocar a esa tradición musical que tanto admira. De ahí nació su primera vocación por los llamados “performances duracionales”.
Sus creaciones siempre van en pos de la unión entre la emoción, la música y la naturaleza, en la que se sumerge sin prejuicios en la banalidad y la profundidad, en la ironía y la sinceridad, en lo simbólico y lo trivial. Y en la que siempre hay una mirada de perplejidad y de admiración a eso que se evoca, ya sea la música o el silencio, o la vieja montaña que acompaña a ese sonido.
El Museo Thyssen de Madrid logró reunir en una sola exposición cuatro de sus videoinstalaciones más complejas e importantes. Entre ellas la más celebrada hasta ahora, The Visitors, de 2012, que fue creada por un grupo ecléctico de músicos, amigos del artista, en una instalación de video de nueve canales, de una hora de duración, ambientada en Rokeby Farm (Barrytown, Nueva York), junto al río Hudson. Es una obra que habla, según su creador, del “amor romántico, de la ruptura, de la nostalgia del lugar, pero también de la alegría del rencuentro, del estar juntos y construir comunidad”.
La segunda videoinstalación es The End, de 2009, en la que utiliza las Montañas Rocosas canadienses como escenario para cuestionar la idea romántica del artista y su conexión con un paisaje nevado, de una belleza extrema que está en el límite de la imaginación y del tiempo.
La tercera es The Man, de 2010, en la que se recoge una interpre-tación completa del repertorio del célebre músico de blues de Misisipi Pinetop Perkins, de 97 años, una de las pocas piezas en las que el propio Kjartansson no aparece. El piano de Perkins está en medio de una vasta pradera casi vacía, excepto por un viejo granero y algunos árboles al fondo. Ahí aparece en solitario el viejo Perkins, con su cigarrillo y su piano, cantando sus propias creaciones, en una especie de llamada a reivindicar esos personajes que son a su vez figuras singulares difuminadas por la vorágine del tiempo.
Y, por último, God, de 2007, en la que utiliza la cultura pop estadunidense de mediados del siglo XX en una videoinstalación envuelta en satén rosa. En la grabación de 30 minutos, el artista se presenta con la pose de un crooner al frente de una banda de jazz de 11 músicos.
Kjartansson es uno de los creadores emergentes que ampara e impulsa la Fundación Thyssen-Bornemisza Art Contemporary, que preside Francesca Thyssen, hija del difunto barón Thyssen y patrona del museo. El director del museo, Guillermo Solana, explicó que “Kjartansson es una gran figura del arte contemporáneo y su propuesta es compleja y fascinante, una poética surgida de su formación teatral y de ahí su fascinación por los ensayos para desglosar espacios reales y descomponerlos de una mane-ra prodigiosa”.
Soledad Gutiérrez, curadora de la exposición, añadió que “a menudo Kjartansson mezcla en sus piezas el patetismo y el humor de la comedia con teatro más clásico en su intento por transmitir una emoción sincera, un sentimiento puro y sin historia con unas obras monumentales en tamaño, materialidad y temática, cualidades que es raro experimentar juntas”.
La exposición se puede contemplar hasta finales de junio en la pinacoteca madrileña.