El ambientalismo verdadero, legítimo y profundo es, sobre todo, un acto luminoso donde el ser humano se entrega en cuerpo y alma a la defensa de la vida. Es luminoso porque enciende las llamas de la esperanza en un mundo de tinieblas. Pablo Alarcón Chaires fue un ambientalista excepcional cuya trayectoria dejó una estela de luminosidad. Su misma irrupción y su partida en el torrente vital fueron excepcionales. Nació el día en que se celebra la muerte (2 de noviembre) y murió en una fecha marcada por la renovación de la vida: el 2, 2 de 22, Día de la Candelaria, del nuevo año chino y, por si fuera poco, del fuego nuevo purépecha. Ser en equilibrio cuya serenidad ocultaba una pasión desbordada por la creación científica y artística y por la justicia. Su silencio, hoy nos percatamos, en realidad encerraba un grito libertario. Por más de 20 años me acompañó en mil batallas, y hoy que está ausente aparece a los ojos de todos como una figura gigantesca. En el recuento de sus acciones identifico nueve campos. Fue notable investigador científico, brillante artista, divulgador, filósofo profundo, conservacionista consecuente, ecotecnólogo, masón, defensor de los derechos humanos y de la naturaleza y apasionado impulsor del chamanismo. Nada lo detuvo. Siempre se puso en acción para llevar a cabo sus sueños.
Como académico del campus de la UNAM en Morelia además de profesor hizo aportes sustanciales en etnoecología (la relación de los pueblos indígenas con su entorno natural) con detallados estudios entre los purépechas y nahuas de Michoacán y los cucapás de Baja California. Sus aportes fueron centrales en dos proyectos claves de nuestro laboratorio: El atlas etnoecológico de México y Centroamérica y el Observatorio de conflictos socioambientales de México. Su producción rebasa todo cálculo. Publicó 17 libros y decenas de artículos científicos y de divulgación. Destaca su obra Otras epistemologías (2017) producto de su tesis doctoral en pensamiento complejo donde tuvo oportunidad de interactuar con el gran pensador francés Edgar Morin. Buena parte de sus artículos periodísticos, ensayos y discursos están reunidos en el libro Catarsis (2012). Como biólogo no sólo se ocupó de los caracoles y las tortugas marinas, sino que impulsó, junto con su esposa y sus hijos, un área de conservación voluntaria de 20 hectáreas con bosques de pino cerca de Tiripetío, Michoacán, que luego convirtió en centro de animación y concientización en educación ambiental. Tras el paso del tiempo, Tsíntani, nombre del centro, se convirtió en un referente de talleres, cursos, seminarios y exposiciones de arte y de tecnologías ecológicas.
Esta es sólo la mitad de la historia. Pablo tuvo también una decidida participación como activista político en la defensa de los derechos humanos y los de la naturaleza. Su filosofía fincada en la masonería, herencia directa de su padre, le hizo escribir candentes artículos y pronunciar encendidos discursos en favor del laicismo y contra la influencia religiosa.
Ello lo llevó a conectarse con otro miembro notable de esa corriente: el doctor José Manuel Mireles, indiscutible líder de las autodefensas michoacanas, considerado el “Zapata” de la Tierra Caliente. Convertido en su principal interlocutor, Pablo mantuvo correspondencia con Mireles preso (2014 a 2017), lo que permitió la confección de su libro Todos somos autodefensas. En su presentación, Pablo asentó: “[este libro] fue escrito en la soledad de cuatro paredes, ahí donde la injusticia confinó a un ciudadano osado y valiente quien junto con otros, había decidido la forma en que iba a morir ante una delincuencia que penetró y se colocó en las esferas del poder”.
Su involucramiento en la defensa de la naturaleza está certificado por numerosos artículos y conferencias, sus denuncias por la expansión de la franja aguacatera y la creación de la Red de Ambientalistas de Michoacán. En su último artículo hace una frontal denuncia del nuevo gobierno estatal que repite los vicios y deshonestidades de los neoliberales en materia ambiental.
He dejado al final lo que considero es la parte de su vida que le dio fuerza motriz: la dimensión espiritual. Él no solamente fue un observador y admirador externo de los pueblos indígenas. De una u otra forma terminó integrándose a una cosmovisión mucho más profunda y esencial. Son célebres los numerosos actos rituales realizados con Don Julio, un marakame (chamán) wirárika y sus conexiones y actos con otros “hombres y mujeres de sabiduría”. Por ello logró construir un puente colgante en el bosque, una escultura dedicada a los ambientalistas asesinados, un túnel de llantas recicladas, varias máquinas ecológicas, cientos de fotografías de la naturaleza, un temazcal. Su vida ejemplifica la que ya están siguiendo millones bajo un ambientalismo luminoso. Sólo hay que lamentar que su muerte, trágica e injusta, haya suprimido una vida llena de luz. Escribo esto con dolor infinito, pero también con inmensa gratitud, por todo lo que nos deja.