Las guerras están hechas de pretextos. Necesariamente, lo primero que cae, antes del primer disparo, es la verdad. Cuando el separatista Gavrilo Princip asesinó al heredero del imperio austrohúngaro en Sarajevo en 24 de junio de 1914, se desató la guerra que todas las potencias europeas (que eran varias) esperaban. Mandaron a sus jóvenes a morir en atroces campos de batalla con frenesí patriotero y deportivo. ¿A quién le importaba la verdad? Los pocos que la decían, como Karl Kraus, sufrían silencio y censura.
Así, cuando un engendro social y militar de fuerza indiscutible cruzó la frontera de Polonia en 1939, la suerte quedó echada para toda Europa. La segunda guerra fue menos divertida que la primera y lo que será la tercera. No hubo tours como en 1915 a las trincheras, ni televisión y redes como ahora. La tenaza de Hitler era insaciable y en todas direcciones. Espantó a los gobiernos, pero no lo suficiente. El alacrán duró por años. El Reich, la propaganda, sus soldados y policías se dispersaron por el continente. El pretendido imperio quería todo. Hitler, el gran mentiroso, vivía de ridiculizar y envilecer a sus contrarios. Emprendió la tarea irracional y delirante de exterminar discapacitados, locos, judíos y gitanos como cucarachas (ay, Kafka) y nadie intervino. Alzó la vista y se vio reinando de Londres a Moscú. Fue su insania lo que acabó con él, su evidente maldad, su ilimitada mitomanía. Tres lustros no le alcanzaron para concluir su tarea de cenizas (¿arde París?).
Después de Hiroshima y Nagasaki, la guerra fría aprendió la lección y ya no parecían contentarse las partes más que con la aniquilación del otro. En nuestra imaginación el campo de batalla final se concentraba en un botón. Igual que ahora, sólo que los botones son muchos y sus misiles inundan el continente del hombre blanco. Como haciendo tiempo, los humanos han seguido dándose con todas las armas no atómicas disponibles. Ni modo que, mientras el botón sigue intacto, no tuviéramos la oportunidad de invadirnos, sabotearnos, bombardearnos, degollarnos unos a otros. Por el planeta se repartieron montajes, patrocinados por Estados Unidos en primerísimo lugar, pero también por el país soviético, Francia, Inglaterra e Israel.
Europa, el continente dueño, es siempre el epicentro de las guerras. Las que se han peleado en África corren por su cuenta. Las del sudeste asiático las heredaron a Estados Unidos (el occidente de Occidente), encargado exclusivo por lo demás de las de América Latina. Las ocasiones Malvinas son pocas, pero no hay golpe de Estado ni guerra intestina sin la mano subatómica de Washington. En un mundo paralelo ocurren las incesantes guerras en tierra islámica, negocio particular de Estados Unidos y sus invitados.
Pero desde 1945 no había sucedido en Europa la invasión militar total de un país por otro como ahora Rusia ejecuta sobre Ucrania. No fueron lo mismo sus tanques en Budapest en 1956, o en Praga en 1968. En la posguerra tardía, Europa se mantuvo a salvo de guerras que no fueran “civiles” o separatistas: Irlanda del Norte, la ex Yugoeslavia.
La conflagración que se abate sobre Ucrania es, una vez más, el resultado de un juego de espejos entre las dos partes (casi las mismas de la guerra fría) que creen controlar el forcejeo. Llevan años haciendo sus guerras. Rusia en Afganistán, Chechenia y otras repúblicas ex soviéticas de su este. Pues su oeste, lo que llamamos Europa del Este, mudó su incondicionalidad de Moscú a Occidente. La OTAN aprovechó para avanzar las fronteras de su botón y acercarlo al otro. El día que se toquen ¿bum?
A nadie le faltan pretextos. La guerra mediática, horrenda y parcial, está ganando en los dos frentes, fundada en flagrantes mentiras y fragmentos de verdad. Como dijera Svetlana Alexievich (bielorrusa, ucrania y rusa) en sus recuerdos del Imperio Rojo bajo cuya bota creció asfixiada: “Siempre me preocupé de que la verdad no cupiera en un sólo corazón, en una sola mente; que la verdad estuviera astillada de alguna manera”.
De astillas está hecha, en el mejor de los casos, la verdad de la guerra en Ucrania. Cada bando acusa, con pruebas, la perfidia del otro. Al soltarse los tanques, los bombardeos y los ametrallamientos, Occidente se narra una parte del cuento, y los rusos y anexas se narran la otra; ambas hechas de astillitas de verdad en un espeso excipiente de mentiras, tonterías y trampas que alientan el racismo y las fobias contra los “otros blancos”, como siempre que Europa se vuelve loca. Ahora contra los rusos. Además, los nacionalismos tóxicos no se han ido ni de Ucrania, ni de Rusia, ni de muchas partes de Europa, y en su línea básica vuelven al fascismo, su caldo madre.
En la bolsa el negocio de las armas está de temporada. Le arrebató la mano a las grandes farmacéuticas, campeonas de la temporada pasada. Al final restan el botón y el regocijo de poder supremo que da tener a la humanidad en vilo, hipnotizada por el maldito botón.