No faltará quien se indigne con el encabezado de la columna, pero uno de los pecados capitales de este país es el avestrucismo o arraigada costumbre de esconder la cabeza ante un problema, rehuir una confrontación o negar que se es parte de un problema. Por cierto, un amigo zootecnista me informa que estas aves no rehúyen nada sino que cuando bajan la cabeza cavan en el suelo en busca de alimento o hacen un agujero donde depositarán sus huevos.
A propósito Decía un prestigiado político mexicano de otra época, claro, que “Una sociedad sólo conserva en la medida en que puede cambiar, pero a la vez, esa sociedad puede cambiar en la medida en que puede conservar.” Y agregaba: “Aquellos que no conservan claro lo esencial del pasado, difícilmente construyen algo sólido para el futuro”. Pues sí.
Abandonada a su suerte hace sexenios, por lo menos del de Miguel de la Madrid para acá, coincidiendo con la aceptación del neoliberalismo por sucesivos gobiernos, la consiguiente pérdida de sentido de mexicanidad y la incontrolada penetración de la peor cultura gringa, sin mayor atención de las autoridades para ver a la fiesta de los toros como patrimonio cultural inmaterial de México, y una creciente pérdida de posicionamiento en los espectáculos y en los medios, la fiesta de los toros continúa a merced del voluntarismo de una élite y, lo más grave, sin reacción alguna por parte de un público tan desinformado taurinamente como saturado de opciones.
Al voluntarismo de esa élite taurina nacional e internacional que en buena medida decide quién es exportable, quién puede ser figura por lo menos cuña, qué ganado conviene al éxito de relumbrón de los diestros seleccionados y qué fechas son las más convenientes para sus productos, hay que añadir la penosa sumisión de los gremios −ganaderos, matadores, subalternos, empresas modestas y comunicadores− a los criterios y directrices de esa élite y sus protegidos, sin intenciones de modificar esquemas, por inoperantes que resulten.
El visceral antitaurinismo (amamos tanto a los animales y rechazamos su maltrato, que preferimos la extinción del toro de lidia a que lo sigan sacrificando en las plazas) tiene connotaciones ideológicas de la mano del pensamiento único, el Consenso de Washington y el añejo colonialismo, sin embargo, son las propias élites taurinas las que se encargan de sobredimensionar sus amenazas, pues les viene mejor inventarse un enemigo de fuera en lugar de neutralizar a los enemigos de dentro de la fiesta.
Con una reglamentación parchada y sistemáticamente ignorada −el maltrato a la Constitución ya creó escuela en el resto de las normativas− los jueces de plaza, generalmente con la instrucción de no crearle más problemas a la alcaldía correspondiente y sin el respaldo real de ésta, tampoco han sido capaces de convocar a la elaboración de un reglamento taurino federal, adaptable a la categoría, aforo y tradición de cada plaza, y menos a la permanente capacitación de ellos como salvaguardas de los intereses del público y de la verdad de la fiesta. A merced de las decisiones e intereses de las empresas, los jueces suelen ser meros convidados de piedra en la función taurina actual.
Lo más preocupante es que, según el presidente de los ganaderos Germán Mercado Lamm, los defensores de la fiesta de toros son Tauromaquia Mexicana y el líder sindical Pedro Haces, deficiente empresario taurino, por cierto. En cualquier caso, si aficionados, peñas, agrupaciones, académicos y público comprometido no empiezan a dialogar y a actuar, a la fiesta de sus amores no le quedará mucha vida.