“No es el tiempo de debatir las analogías históricas ni hacer pronunciamientos dramáticos sobre la historia del siglo XX”, escribió –y con mucha razón− alguien por allí. Es verdad. Por un lado, la historia está muy en el centro de todo lo que pasa en Ucrania.
De parte de Putin –en ambos de sus bizarros discursos de finales de febrero– en su versión distorsionada, hecha a la carte del chovinismo gran-ruso imperialista que la torna en la “historia de la posverdad” y en una justificación para la invasión: Rus de Kiev, Lenin, Stalin, la desintegración de la URSS, la “desnazificación”, “el genocidio”, etcétera.
E igual de parte de sus críticos, de los que algunos –representados bien por la reciente portada de Time– apenas se despertaron del hiato del “fin de la historia”, dándose cuenta de que ésta “regresó” y/o “aceleró”, aunque otros (T. Snyder, A. Applebaum et al) siempre la veían como un predilecto “campo de batalla”, igualmente a menudo torciéndola hacia la misma poshistoria en su afán de “sacar lecciones de ella” y formular “avisos”.
Pero, desde luego, hay cosas más urgentes y políticamente más importantes que debatir acerca de las comparaciones históricas. Esto puede esperar.
Es importante, por ejemplo, darse cuenta de que no es incompatible oponerse a la criminal y zarista-imperial –que revive el presoviético nacionalismo reaccionario– agresión rusa a Ucrania, que no tiene nada que ver con la agenda de la izquierda, ni con ninguna “desnazificación” (buen favor nos haría Putin empezando por su casa) y criticar la complicidad de Estados Unidos y la OTAN en ella, en la manera en que los últimos a toda costa buscan reivindicarse en un conflicto bélico de gran escala. Atlanticismo y putinismo −con su conflicto interimperial− son dos caras de la misma moneda. Dos ejes de un sistema mundial en crisis que se refuerzan mutuamente y crean sus propios adversarios.
Es importante que nuestra solidaridad vaya con las víctimas de la invasión: con el pueblo ucranio y −en el plano interno− con el pueblo ruso (incluidos todos aquellos soldados que han sido engañados y mandados a la guerra de Putin en calidad de “carne de cañón”).
Asimismo, importa darse cuenta de cómo el ejemplo de Occidente con sus “intervenciones humanitarias” −los Balcanes, Afganistán, Irak, Siria, Libia, etcétera− constituyó un modelo para esta invasión al relativizar la ley internacional y la verdad misma (acordémonos de Colin Powell). Los que hablan tanto hoy de la “violación de la soberanía”, la “integralidad territorial y la autodeterminación de las naciones” –en este caso de Ucrania−, son los que nunca han dicho una palabra respecto de otros casos parecidos e incluso estaban en las primeras filas de sus violaciones.
¿Alguien se acuerda de la invasión turca de Chipre y el establecimiento allí −a qué nos suena esto− de una republiqueta separatista? ¿Alguien se acuerda del bombardeo de 78 días de Belgrado por la OTAN, la independencia y el reconocimiento de Kosovo, bajo el argumento de −a qué nos suena esto− “parar el genocidio”? ¿Y qué tal el reconocimiento de la soberanía marroquí sobre Sahara Occidental o el israelí sobre Jerusalén del Este y los Altos del Golán, todo en clara violación a la ley internacional y por encima de las poblaciones ocupadas?
Cuando Condoleezza Rice va a Fox News (27/2/22) y dice, respecto a Ucrania, que “cuando uno invade a una nación soberana, esto es un crimen de guerra”, el chiste se cuenta solo.
Lo importante es confrontar la epidemia del racismo −o “nanorracismo” (Achille Mbembe)− en los medios occidentales “indignados” y “conmovidos” porque ahora está muriendo “gente blanca de ojos azules”, “los clasemedieros como nosotros”, “relativamente civilizados y relativamente europeos”, ya que esto −Ucrania− “no es Irak o Afganistán”.
Lo mismo aplica a la suerte de los refugiados: Polonia, apenas en unos días acogió a más de medio millón de ucranios, pero cuando el año pasado un par de miles de personas que desesperadamente huían de las guerras en Medio Oriente −en las que Polonia y, por ejemplo, la propia Ucrania participaron− se mandó el ejército para pararlos a la frontera con Bielorrusia, porque “el país no iba a aguantar semejante cantidad” (hoy igualmente gente de origen africano que trata de huir de Ucrania es a menudo parada por la policía de ese país o, una vez del otro lado, atacada por nacionalistas polacos).
Importa ver que −por desgracia− hay luchas más “dignas” que otras. Cuando Putin sale a decir que “no hay tal cosa como ‘Ucrania’ ni ‘ucranios’” emula a cualquier primer ministro israelí, desde Golda Meir, que dicen que “no hay tal cosa como ‘Palestina’ ni ‘palestinos’”. Los palestinos −que igual que los ucranios hoy luchan por sus vidas y por sus casas siendo víctimas de una narrativa nacionalista etnoterritorial, derivada de una versión de la historia a la carte (Shlomo Sand)− son “terroristas” por aventar piedras a los tanques israelíes, pero si se trata de ucranios no sólo la ley internacional de repente importa, sino que lo más pronto hay que mandarles más armas “para fortalecer su resistencia”, un grado de simpatía que ni siquiera acompaña a la resistencia pacífica en Palestina (ni hablar de la armada).
Es importante oponerse a la invasión rusa −y solidarizarse con los ucranios−, pero también importa acordarse de que en Palestina, Yemen o Siria −bombardeada sin piedad tanto por la OTAN como por Rusia− cada día es Ucrania.