Si gran parte de la sangrienta batalla europea se desarrolla en la metaconciencia (Semo, I., La Jornada 3/3/22), es decir, interpreto, en el campo de las percepciones, emociones y visiones profundas de la realidad sociopolítica, entonces la educación, cultura y comunicación ciberespacial cobran un valor estratégico. Y significa, por tanto, que países latinoamericanos como México pueden dejar de concebirse como meros espectadores y, con educación y cultura, comenzar a crear una base de poder capaz de imponer condiciones civilizatorias a los poderes hegemónicos en bárbara colisión. No se trata de tomar partido por alguno de ellos, sino de buscar la seguridad de todos los que no siendo parte del conflicto estamos siendo afectados. Con la muerte de jóvenes o niños, ciertamente, con la dura migración forzada, pero también con la amenaza de que estamos un paso más cerca del abismo nuclear. Lo que como humanidad ya experimentamos en Japón. Se trata de una lucha entre poderes hegemónicos que no nos representan, ni defienden nuestros intereses como humanidad. Más que continuar siendo países satélites, se trata de construir espacios constituidos por muchas naciones que permitan la sobrevivencia y el desarrollo de otras visiones –distintas a las hegemónicas– de la vida y de la política.
Esto es hoy más urgente porque vemos cómo Europa –que podría haber jugado un papel de mediación y de amortiguador entre Rusia y Estados Unidos– ya ha optado por este último, así sea con el pretexto de su membresía en la OTAN. Y sólo permanecen sin alinearse los países nórdicos, pero cautelosos y en silencio. Allá por los 90 pareció que el experimento común europeo era una alternativa civilizada al crudo mercantilismo del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Era, se decía, un ejemplo de cómo generar espacios independientes pero, sobre todo, enclaves políticos regionales con tal poder que desactivaran o al menos contuvieran las tendencias destructivas del ciclo expansión-resistencia que generan constantemente la competencia de las civilizaciones capitalistas estadunidense y ruso-china en su brutal búsqueda de recursos y dominios. Por lo menos en América Latina hemos experimentado bien, y una y otra vez, esta tendencia.
Para nosotros, entonces, la batalla por la sobrevivencia no se juega en el Norte, sino en el Sur, y –de acuerdo– tiene que ver sobre todo con el poder de la educación y la cultura. Nuestro reclamo ético a estas hegemonías es que cada vez menos garantizan condiciones de sobrevivencia y bienestar, no en lo ecológico, en la migración, en pan y trabajo, pero tampoco en lo nuclear. La posibilidad de imaginar siquiera una renovación a fondo ya no está en sus conciencias y en sus manos, sino en las de las víctimas. Las que pocos lloran, porque se trata de mexicanos, latinoamericanos, palestinos, africanos. Porque cargan la historia y los dolores del coloniaje, más fácilmente pueden sentir y pensar –sus escuelas y universidades– una agenda de liberación que imponga condiciones nuevas y radicales a los poderes hegemónicos. Una agenda política y al mismo tiempo de conciencia. Y en ambos aspectos es una lucha larga mundial por una muy distinta educación y promoción de la cultura. Pero no es fácil.
En México, por ejemplo, los intentos por renovar a fondo la educación son constantemente reprimidos. En los años 1920-1930, un proyecto educativo posrevolucionario revitalizó al país, construyó un Estado a distancia de los poderosos internos y externos y el país experimentó el sabor de la soberanía; pero fue apagado, aherrojado corporativamente y, todavía hoy, perseguidos una y otra vez sus portadores (maestras y maestros). Después del 68, la educación superior se revitalizó y generó significativas relaciones con comunidades, regiones y procesos organizativos; pero fue constitucionalmente reprimida y luego anestesiada con la evaluación y los mecanismos de pago por productividad. Nichos de excelencia autoritaria, ahora somnolientos e indiferentes a los procesos y problemáticas nacionales y mundiales.
La llegada de la Cuarta Transformación no identificó siquiera este proceso de enajenación de la educación. Al contrario, puliendo apenas algunas asperezas, fue retomado y legalizado con su nuevo marco legal (2019-2021). La educación se volvió dispensable y no se convirtió en un instrumento de cambio en escuelas y universidades. En su lugar, se le dejó como referencia la visión de “excelencia” de una televisora y la Biblia.
La educación y la cultura se han convertido hoy en un tema de seguridad nacional. Pero en el estado comatoso en que se la ha colocado, no la perturba siquiera el paso de las máquinas de la guerra. Y no sólo es terrible la muerte de jóvenes, sino más terrible aún que la educación no nos dé la razón y la fuerza necesarias para impedirlo.
* UAM-X