Entre medio millón y un millón de seres humanos huyen hacia los países fronterizos cual río desenfrenado. Corre el agua del río que pasa y queda. Mas el cauce y el río mismo permanecen. El cauce es tan necesario al río que sin él no habría río sino pantano.
Las aguas al correr tienen un instante de ilusión al ser libres. La furia del agua encauzada al paso de la guerra ascendería a la muerte.
La muerte que moviliza a seres humanos al no lugar, a buscar el espacio propio que dice la escritora española María Zambrano y prosigue: el desterrado que alimenta la esperanza de encontrar “quién sabe qué” hasta perder la esperanza de ingresar, y vive la pérdida de la tierra al país interminable del exilio.
A vivir en el no lugar, en el desamparo. Sin un lugar en el mundo, ni geográfico, ni social, ni político, ni ontológico.
En ocasiones ni lingüístico, por la incapacidad de hablar el idioma del país en que se aterriza, que puntualiza Jacques Derrida en línea con Zambrano.
Los exiliados no son nada, han dejado de ser, sin apoyo ninguno. Los excluidos ucranios viven una condición dolorosa, la imposibilidad de vivir y de morir. Supervivientes destinados a morir son rechazados por la misma causa: la muerte. Angustia mundial frente al pantano cercado por armas nucleares y sin cauce, que requiere movimiento, que resulta imposible. ¿Qué hacer? ¿Cómo?
Los exiliados han invadido Polonia, donde ya vivían un millón de ucranios antes de la ofensiva rusa. Hungría acogió a más de 20 mil. Pero otros 60 mil llegaron en estos últimos días.
En Rumania el Acnur contabilizó 40 mil migrantes procedentes de Ucrania.
Unos 50 mil ucranios viajaron desde el jueves a Eslovaquia ante la amenaza de la guerra. La agencia de la Organización de Naciones Unidas precisó que decenas de miles de ucranios se trasladaron a otras naciones europeas más alejadas de las fronteras de su país. Un millón se han desplazado internamente y sigue (La Jornada, 2/3/22).
Y el río sigue desenfrenado.