La mitografía hará remontar la bandera amarillo y azul hasta los primeros cosacos, pero realmente apareció en escena en 1919-1920, durante el intento independentista de los anticomunistas ucranios que, bajo el mando del “atamán” Semión Petliura, hicieron suyo el más visceral antisemitismo del imperio zarista y durante su parcial dominio sobre Ucrania se dedicaron al saqueo, expulsión masiva y asesinato selectivo de judíos (pogroms) y a exterminar comunistas. Petliura es uno de los caudillos “blancos” de la guerra civil que, con el abierto apoyo de 14 potencias extranjeras, trataron de ahogar a las nacientes repúblicas soviéticas (Petliura contó con el ejército polaco y oficiales alemanes y checoslovacos). Por cierto, un amigo que sabe mucho de esas cosas me contó que si bien es una absoluta tontería comparar a Putin con Hitler, no es descabellado hacerlo con Kolchak o Denikin, los principales comandantes de los “blancos”: un protofascista y un imperialista panruso (tan panruso, que dijo más de una vez que Ucrania no existe).
La primera vez que Ucrania aparece en el mapa como un país es cuando en 1917 se constituyó una Unión de Repúblicas. La bandera de Ucrania se dividió en dos franjas verticales, la mayor, arriba, en rojo, y la inferior en azul, con el escudo de la hoz y el martillo y, a veces, el escudo de la República Socialista Soviética de Ucrania. No obstante, en los años treinta Ucrania fue campo de algunos de los hechos más atroces del estalinismo, que azuzaron el nacionalismo anticomunista.
Otras banderas autodenominadas ucranias aparecen en 1941, cuando Stepan Bandera y Roman Shokhevych se pusieron al servicio de los invasores nazis y reclamaron una Ucrania independiente aliada con el Eje. Eso me llevó a releer uno de los libros más dolorosos y certeros de la historia contemporánea: El libro negro de los atroces crímenes en masa perpetrados por los fascistas alemanes contra los judíos en los territorios ocupados de la Unión Soviética y los campos de concentración de Polonia durante la guerra (1941-1945), coordinado y editado por Ilyá Ehrenburg y Vasili Grossman, comunistas ucranios de origen judío. Para ellos, “ El libro negro debe convertirse en un monumento funerario que se alce sobre las fosas comunes de incontables soviéticos torturados y asesinados por los fascistas alemanes” (esta versión definitiva, en español en Galaxia Guttenberg, 2011).
Desde 1942 Ehrenburg empezó a recibir cartas y testimonios sobre las atrocidades perpetradas por las fuerzas alemanas de ocupación. En 1943 organizó con Grossman un comité para seleccionar, comprobar y depurar la ingente información que recibían. Varias versiones del libro se publicaron desde 1946, pero la censura estalinista se impuso en la URSS, y la versión definitiva, en ruso, apareció hasta 1993.
Uno de las razones de la censura fue expresada así: “En los textos presentados se aprecian descripciones demasiado pormenorizadas de la abyecta actividad de los ucranios, letones y representantes de otras nacionalidades que traicionaron a la patria. Con ello se rebaja la acusación principal y definitiva… contra los alemanes”. Es decir, como hacen ahora intelectuales anticomunistas y rusófobos como el estadunidense Timothy Snyder (autor de Tierras negras, un libro cuyo mérito consiste en recordar que el centro geográfico del Holocausto fueron Polonia, Ucrania y Bielorrusia), se trataba de borrar de la historia la colaboración de los nacionalistas polacos, ucranios, letones, que compartían con los nazis su rabia anticomunista y antisemita. Hay que añadir que en el caso de las milicias nazis ucranias de Bandera y Shokhevych, a la colaboración en el genocidio y el asesinato sistemático de comunistas, se sumó el intento de exterminio de las minorías de lengua polaca, rusa, armenia, rumana y otras: un “nacionalismo ucranio” exterminador).
Muchos nacionalismos de Europa central tienen una raíz antisemita, lo cual nos da una pista sobre el hecho de que el sionismo, surgido en buena medida como reacción frente a las persecuciones de esos nacionalismos, terminara siendo tan tóxico, racista y excluyente como esos nacionalismos. Y en 1991, y en 2007 y en otros momentos, la bandera amarillo y azul volvió a tener en buena medida esos significados.
Pero Ucrania no fue solamente eso: sin considerar los millones de ucranios alistados en las filas del Ejército Rojo que se replegaron a Rusia tras la invasión nazi y regresaron victoriosos en 1943 y 1944, hubo más de un cuarto de millón de ucranios en la resistencia antinazi, casi todos ellos bajo la dirección del Partido Comunista (un número muy superior al de los colaboracionistas de Bandera y Shokhevych). Hay dos grandes libros testimoniales de las razones y los modos de esas guerrillas, uno centrado en el extremo occidental de Ucrania (y en abierto y permanente contacto con la resistencia polaca), y otro en el norte del país, en los límites con Bielorrusia (es decir, no en las áreas orientales, lingüísticamente rusas, que hoy son uno de los pretextos de la guerra): Alexei Fiodorov, El comité regional clandestino actúa (tres tomos); y Alexander Fadeiev, La joven guardia (dos tomos).
Y de esta guerra, lo que más entiendo es que ni con Putin ni con Zelensky. Menos aun con la OTAN.