Desde hace varios días he tratado de hallar un noticiero que dé cuenta de hechos y datos de la guerra en Ucrania, pero me encuentro todo el tiempo con los medios occidentales repitiendo una única idea: que la guerra en Ucrania se debe a la “locura” y la criminalidad del “solitario” presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin; que el dirigente ucraniano, Volodymir Zelensky, es casi un candidato al Premio Nobel de la Paz, y que Estados Unidos y la Unión Europea sólo se están defendiendo, a riesgo de perder un gasoducto. Para sustentar su dicho, los medios corporativos occidentales fabricaron a un héroe ucraniano, el Fantasma de Kiev, que había derribado cinco aviones rusos y un helicóptero en una noche. Para ello, transmitieron como reales las imágenes de un videojuego producido en 2013 por Eagle Dynamics y que es un simulador de vuelo. Luego, para ilustrar la maldad rusa, dieron por bueno un accidente entre un tanque y un automóvil; no se sabe en qué año fue filmado ni la procedencia del carro blindado. Y, para terminar, le dieron vuelo a una fotografía de Zelensky en uniforme militar para enaltecerlo, pero sin decir que la imagen había sido tomada el año pasado en una fiesta oficial.
La atmósfera informativa del conflicto entre la OTAN y Rusia en Ucrania no busca contarnos un ángulo de su historia, sino inventar una guerra que no está sucediendo y, por el otro, callar a una de las partes del conflicto. Así, se ha decidido sostener un melodrama en el que Rusia es el único responsable y la OTAN, Estados Unidos y Ucrania son víctimas puramente defensivas. Se ha acallado a la otra parte, las agencias rusas, con el argumento de que transmiten pura propaganda. Sin embargo, durante días la CNN y Fox News difundieron las declaraciones de la hija de Dick Cheney, Liz, congresista por Wyoming, que simplemente dice: “Putin es el Mal”. Así se divulgaron también las peticiones de Eric Swalwell, representante de California, y Rubén Gallego, de Arizona, para que fueran deportados todos los rusos que viven en Estados Unidos. Más grave fue la propagación de la idea del republicano Adam Kizinger pidiendo que su país derribara los aviones rusos que sobrevolaran Ucrania. Es decir, que se escalara el conflicto con la entrada de Estados Unidos.
La diferencia con otros conflictos de la OTAN, como el de la ex Yugoslavia, es que, ahora, la propaganda de los medios corporativos occidentales tiene como conducto adicional a las redes sociales. Por ejemplo, se hizo viral una explosión en Tik Tok que aseguraba que, un día antes de la invasión rusa, ya Ucrania había sufrido los primeros bombardeos. Pero la imagen era del estallido de una estación de gas en Siberia en junio de 2021. De igual forma, se usó una supuesta celebración de soldados rusos por la inminente entrada en su país vecino, pero el video era de un baile en una estación de metro en Tashkent, Uzbekistán, en 2018. La guerra que estamos viendo no es la que está ocurriendo. Sus paisajes vienen de antes de la lluvia, no de después, como era la célebre pintura surrealista de Max Ernst.
Se han unido dos tendencias ideológicas para llegar a este punto en que un conflicto se ilustra, de una sola parte, con imágenes e historias ajenas al lugar y la fecha, y por otro, se censura la otra parte. Las tendencias están hoy en el conflicto de Estados Unidos consigo mismo: la idea de que lo viral es la verdad y la llamada “cultura de la cancelación”. Como espectador, si a uno se le permiten ver las dos propagandas, podría sacar sus propias conclusiones. Pero hay un cerco contra las agencias rusas y, en especial, contra la televisora Novosti-RT, cuya directora está en la lista de sancionados por la banca occidental por “promover la anexión de Crimea y a los separatistas del Donbás”. Es decir, por difundir su parte del conflicto que tiene que ver con la autonomía de las regiones rusas de Donietsk y Lugansk, los fallidos acuerdos de alto al fuego de Minsk en 2014, las declaraciones de Zelensky –que apareció al lado de su patrocinador, el magnate de los medios ucranianos, Igor Kolomoisky, en los Pandora Papers con varias casas en Londres–, de que iba a construir una bomba nuclear y el abandono de Estados Unidos de la idea que compartieron tanto Obama como Trump de que existía un área de interés para la seguridad nacional de la Federación Rusa, como lo fue Cuba para Estados Unidos en 1962. Pero la “cultura de la cancelación” devino en política corporativa.
El término nació en 2015 cuando dos mujeres criticaron la cultura de los videojuegos por su machismo y violencia de género. Los jugadores machistas, autonombrados “Guerreros de la Justicia Social”, las vetaron de sus juegos por tratar de “imponer una ideología liberal” en las tramas e imágenes de los juegos en línea. Ellas llamaron a otras mujeres a autoexcluirse. Después, el concepto fue expandido hacia el pasado, de tal forma que las películas de Disney como Peter Pan (1953) o El libro de la selva (1967) debían “cancelar” los arquetipos sobre los aborígenes. La derecha lo usa para invalidar a los liberales, diciendo que buscan censurar sus opiniones. El concepto se ha ido generalizando en la cultura virtual hasta abarcar casi cualquier tipo de cancelación de contenidos que no refuercen tus esterotipos, gustos y aspiraciones. La censura está imbricada en el algoritmo que piensa por ti lo que deberías desear. Eso es justo lo que se hace cuando, como espectador, no puedes ver la otra versión del conflicto armado y resignarte a mirar una fotografía en Facebook donde se muestra a una mujer supuestamente ucraniana viajando con un arma de asalto en un autobús, en previsión de un ataque. En realidad, es una influencer rusa, Ekaterina Gladkikh, que venía en el transporte público de la ciudad de Novosibirsk en 2020, tras una sesión de fotos.
Las noticias falsas no fueron inventadas como desinformación por los rusos, como reza el mito del VIH en África de 1985. Fue un prócer estadunidense el primer falseador: Benjamin Franklin. En 1782 distribuyó una versión falsa del prestigiado diario de Boston, el Independent Chronicle, donde aseguraba que unos “indios”, pagados por el rey Jorge, le habían quitado el cuero cabelludo a 700 colonos norteamericanos. La nota sostenía que existía una alianza entre los nativos y la Corona británica para hacer abortar la independencia de los Estados Unidos. Franklin distribuyó ejemplares a sus conocidos y muy pronto la noticia falsa fue retomada por medios reales. Fue la versión del siglo XVIII de lo “viral”. En sus cartas, Franklin se enorgulleció de su argucia porque el fin justificaba la mentira. Lo mismo podrían decirnos hoy, pero, en un pretendido mundo democrático, no deberían existir quienes se sienten con el derecho de seleccionar y excluir lo que necesitamos para formarnos una opinión propia. Menos aún para indicarnos lo que realmente tenemos que desear.