El sábado, el gobierno alemán anunció el envío de mil cañones antitanque y 500 misiles antiaéreos Stinger, además de 400 cañones antitanque de fabricación nacional desde Países Bajos, y nueve obuses D-30 y municiones desde Estonia para apoyar a las fuerzas armadas de Ucrania en la guerra con el ejército ruso y los grupos separatistas. La medida marca una ruptura con la prohibición alemana de exportar equipos “letales” a las zo-nas en conflicto, vigente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945, y reforzada hace 20 años, cuando el país era gobernado por una coalición entre los socialdemócratas y los verdes (mismos partidos que, junto con los liberales del FDP, integran el gobierno actual).
Además del histórico giro en esa política autoimpuesta por los alemanes como parte de los esfuerzos para desmarcarse de su pasado belicista, y en particular de los horrores del régimen nazi, el respaldo militar a Kiev supone el fin de una dilatada tradición de independencia y equidistancia diplomática entre Washington y Moscú.
En efecto, desde los tiempos de la guerra fría la entonces República Federal Alemana buscó un trato constructivo y basado en el diálogo con su contraparte soviética, y esa política fundada en el pragmatismo se mantuvo tras la reunificación alemana y la caída del blo-que comunista, sin importar las evidentes e importantes diferencias entre sus respectivos liderazgos. Ahora, el canciller Olaf Scholz reaccionó a las operaciones bélicas rusas, anunciando la creación de un fondo especial de 100 mil millones de euros para sus fuerzas armadas, y que en lo sucesivo mantendrá su gasto militar por arriba de 2 por ciento del PIB, con lo que parece anticipar una confrontación prolongada y establecer un tono de fuerza ante el Kremlin.
Para entender el carácter especial de las relaciones entre Rusia y Alemania es necesario remontarse en el tiempo. Desde el siglo XVIII, el expansionismo ruso y el de la extinta Prusia hicieron que estas entidades chocaran por el control de los territorios ubicados entre ellos y que integran la actual Europa del Este, pero estos espacios de lucha lo fueron también de encuentro: no puede olvidarse que los déspotas ilustrados del Imperio ruso modernizaron las estructuras feudales de sus inmensos do-minios siguiendo estrechamente el ejemplo alemán, ni que las casas reales de Rusia y de los Estados alemanes tienen una intrincada historia de enlaces, cuyo máximo símbolo es Sofía de Anhalt-Zerbst, princesa alemana que gobernó Rusia bajo el nombre de Catalina.
El siglo XIX vio cómo el oriental reino de Prusia se convertía en una poderosa potencia industrial, capaz de vencer de manera humillante al ejército francés en 1871 y de guiar bajo su férula la unificación de una miríada de pequeños Estados en el Imperio alemán. Este fortalecimiento prusiano le llevó a exigir un lugar entre las potencias imperialistas de la época y desembocó en la Primera Guerra Mundial (1914-1918), conflicto que dejó una destrucción material y humana desconocida hasta entonces.
En el curso de la contienda, el descontento del pueblo y los soldados rusos ante las derrotas y la carestía generalizada –entre otros factores– detonaron la Revolución de 1917, y el temor de Occidente a la extensión del socialismo precipitó el armisticio de 1918, el cual permitió a Alemania salir de la guerra que había iniciado con sus ciudades relativamente intactas. La crisis económica y el ánimo de revancha fueron el fermento del que surgió la ideología nacionalsocialista y que auparon al poder a Hitler, cuyo régimen contó con las simpatías de gobiernos y empresas occidentales para los que el enemigo a vencer no era el nazismo, sino el comunismo.
La obsesión hitleriana con la aniquilación del modelo de inspiración marxista llevó a Alemania a lanzar la Operación Barbarroja, la mayor campaña militar de la historia, en la que tres millones de soldados invadieron la Unión Soviética y asesinaron o causaron en forma indirecta la muerte de 27 millones de personas antes de ser derrotadas por el Ejército Rojo. Por más que la propaganda de occidente se empeñe en presentar la caída del nazismo como una hazaña estadunidense y europea, no puede olvidarse que 80 por ciento de todas las bajas alemanas se dieron en el frente oriental, y el bloque soviético fue el que sufrió la mayor devastación bajo las tropas del Tercer Reich.
No fue la casualidad, sino el recuerdo de esa traumática historia, lo que guió la autolimitación alemana en el despliegue de su industria armamentística –pese a lo cual es el cuarto mayor exportador de armas del mundo– y de sus capacidades militares durante décadas. Cabe esperar que las decisiones del canciller Scholz signifiquen un paréntesis y no un viraje definitivo en esa contención, pues a nadie conviene un crecimiento del armamentismo y de la propensión a usar la violencia para dirimir diferencias.