Esta mañana, cuando salí al patio, encontré tirada una florecita azul. Me pareció que era demasiado temprano como para que ya estuviera floreciendo mi jacaranda. Por lo general es hacia finales de febrero cuando empiezan a surgirle brotes que luego, al entretejerse, forman una especie de dosel de encaje, deslumbrante, que siempre me recuerda a una pareja de ancianos.
Con cierta frecuencia iban al parque donde aún tengo mi puesto de periódicos. Allí vendo de todo, pero lo que se me termina más rápido son los jugos, las botellas de agua y los yogures que me compran los deportistas que desde temprano van allí para ejercitarse.
A esas horas llegan muy pocas personas mayores, tal vez por eso me llamó tanto la atención la pareja a la que hoy recordé cuando vi la flor azul. Él era enjuto, cargado de hombros, siempre con sombrero, el mismo traje y bastón. (¿Herencia de mejores tiempos?) Ella, poquito más alta que su acompañante, llevaba trenzado el cabello y encima de los hombros una chalina color de rosa.
II
Frente a mi puesto hay una banca de granito a la que da sombra una jacaranda que es el orgullo de la colonia: pensamos que no hay otra igual en la ciudad. Los turistas vienen a tomarle fotos y los estudiantes que asisten a la Escuela de Artes se la pasan dibujándola. Como estamos cerca de la iglesia, los recién casados toman el árbol como fondo para sus fotos de boda.
Supongo que la pareja vivía cerca del parque. Me gustaba mucho verla llegar y sentarse en la banca, a la sombra de la jacaranda, que aún considero suya. Mientras él resolvía crucigramas o se enfrascaba en la lectura del periódico, ella tejía chalinas para regalárselas a sus amigas, según me dijo la única vez que se acercó a comprarme una botellita de agua. Sospecho que mintió: creo que vendía sus tejidos en las tiendas de su rumbo para cubrir mínimamente sus gastos.
III
A veces pasaban una o dos semanas sin que la pareja de ancianos fuera al parque. Sería exagerado decir que los extrañaba, pero ver su lugar desierto me producía temores y sentimientos tristes. Después, cuando reaparecían, era imposible ocultar lo mucho que me alegraba volver a verlos. Ellos me correspondían con una sonrisa y alguna frase amable y breve.
Esa respuesta me daba una buena oportunidad para entablar una conversación con ellos, pero no la aproveché. Me lo impidió el temor de romper la notoria intimidad que había entre ellos. Hablaban poco, pero se sonreían y a veces se tocaban las manos con la timidez de niños que se aman en secreto.
Uno más de los que seguramente guardaban al cabo de quién sabe cuántos años de vivir juntos, de compartirlo todo, de llamarse con diminutivos cariñosos, de confesarse uno al otro sus temores y sus sueños. ¿Cuáles habrán sido los suyos? ¿Vivir en una casa? ¿Que volvieran los hijos? ¿Recuperar algo de las facultades perdidas? Me gustaría haberlo sabido.
Al decirlo, me doy cuenta de que no sé nada de ellos más allá de algunos de sus hábitos expuestos a la luz de la mañana.
IV
La última vez que estuvieron en el parque presencié una escena muy breve entre ellos que nunca olvidaré. Debe haber sido a principios de febrero, porque a la jacaranda apenas empezaban a salirle los brotes. Cuando me acerqué a la toma de agua que está junto a la banca que siempre ocupaban los viejos se desprendió una flor de la jacaranda, quizá la primera de la temporada . El anciano la levantó y después de mirarla unos instantes la puso en la mano de su esposa diciendo: “Toma, mujer; es tu regalo porque hoy es tu cumpleaños. Se me había olvidado, pero a la jacaranda no.” Pude ver la sorpresa de ella, cómo se iluminaban sus ojos y sonreía cuando dijo: “Ay, mi vida, sólo a ti se te ocurren estas cosas. Te prometo que voy a guardar esta flor entre mis cosas.” Luego se fueron sin despedirse de mí.
Volví a recordar la escena esta mañana, cuando encontré en mi patio esa ligera pincelada azul. Es increíble el poder evocativo de una flor tan pequeña y frágil que con su belleza anuncia la próxima aparición de la Semana Santa –adusta, somnolienta, enlutada–, y tal vez, ¿por qué no?, la de los viejos de quienes no sé nada, excepto que se aman.