En una época de incertidumbre provocada por una pandemia devastadora y las amenazas nada ficticias de una dura escalada de conflictos bélicos, bien pudiera parecer ociosa una enésima celebración de la excitante vitalidad de la década de los 70, tal como la plantea, en clave de comedia romántica, Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson, 2021), una cinta favorita en la próxima entrega de los Óscares. Resulta, sin embargo, difícil sustraerse a la conjunción de varios elementos muy atractivos de la película: las actuaciones espléndidas de Alana Haim y Cooper Hoffman (hijo del memorable Philip Seymour Hoffman), interpretando a los dos jóvenes protagonistas Alana Kane y Gary Valentine; también la destreza con que el cineasta refuerza la acción mediante una formidable banda sonora, y la ambientación escrupulosa de la época, hecha toda de guiños y alusiones pertinentes, como el título Licorice Pizza, que discretamente alude a una cadena independiente de tiendas de discos que bajo ese llamativo nombre de comida chatarra (pizza y caramelos) promovía en la California de los años 70 los éxitos musicales del momento. Nada más apropiado para un filme donde el despertar romántico de Gary Valentine tiene como contrapunto interesante su ambición como intrépido empresario adolescente.
La trama se inspira libremente en una historia real, la de Gary Goetzman, actor y productor hollywoodense, amigo de Anderson, quien en su adolescencia se dedicó a la venta de camas de agua –toda una moda entonces, ahora ya vintage–, y a la difusión de máquinas de juegos manuales, los muy icónicos pinballs. En Licorice Pizza un Gary Valentine de 15años corteja y seduce de modo imaginativo e insistente a Alana Kane, una mujer 10 años mayor que él. La atracción física, por parte suya; intelectual, del lado de la cortejada, propicia un juego de mutuos avances seductores que es toda una delicia contemplar. Los diálogos, estupendos, hacen las veces de un intercambio de caricias y besos, y actos eróticos, que la diferencia de edades, impide no sólo consumar, sino siquiera contemplar, dadas las temibles sanciones penales, pues con toda su audacia como emprendedor comercial, Gary sigue siendo un menor de edad. Sin interesarse en romper en la pantalla ese tabú (hoy más enorme que nunca), o sin permitírselo por una cautelosa autocensura, Paul Thomas Anderson propone una visión edulcorada y muy casta de la relación amorosa entre los dos jóvenes, en el extremo opuesto de aquel espíritu provocador de sus Juegos de placer/Boogie Nights, de 1997, sobre el auge de la industria del porno.
A la tierna y lúdica trama sentimental que propone Licorice Pizza, se yuxtaponen alusiones puntuales a la crisis energética que en 1973 provocó una escasez de combustibles y largas filas en las gasolineras, lo que llevó a Richard Nixon a proponer severos ahorros de electricidad. Gary Valentine, ya muy activo antes como actor infantil, va ahora a contrapelo de esa austeridad impuesta y da el salto hacia actividades empresariales que de inmediato seducen a Alana Kane. El lenguaje amoroso del joven es el de un pragmático hombre de negocios (“No voy a olvidarte y tampoco tú me vas a olvidar”), mientras ella se afana en afirmar su personalidad independiente en alguna actividad política insustancial.
En este enfrentamiento de vanidades y desencantos de la joven pareja figuran algunos personajes secundarios pintorescos –interpretados por Sean Penn, Tom Waits y Bradley Cooper– instrumentos de una sátira apenas velada a las glorias autocomplacientes, ya gastadas, de la industria hollywoodense, y que aparecen como caricaturas de ese mundo adulto (oscuro, calculador o agresivo) al que se enfrentan, con desparpajo romántico, los dos protagonistas.
El versátil director de Magnolia, El maestro o El hilo fantasma, regresa en esta cinta a su lugar de origen, California, y a su época predilecta, los años 70, para narrar la curiosa fábula de un precoz aprendiz capitalista y su cómplice tenaz en amorosos juegos prohibidos.
Se exhibe en Cineteca Nacional, Cinépolis, Cinemex, Cine Tonalá y Cinemanía.