¡Qué complicación, tratar de resumir en unas líneas uno de los acontecimientos más importantes de la historia moderna!
El 21 de febrero de 1972, hace justo 50 años, el presidente de Estados Unidos, Richard Milhous Nixon, aterrizó con su comitiva en Beijing (entonces Pekín), capital de la República Popular China, para una visita de Estado de una semana. Era la primera vez que un mandatario estadunidense en funciones pisaba territorio chino desde el establecimiento, en 1959, del moderno estado chino. Cualquier intento de comparar la China de 1959, la de 1972 y la de 2022 en el contexto de aquella visita de Nixon produciría, necesariamente, toneladas incontables de documentos analíticos sobre los efectos de aquel primer apretón de manos entre el presidente estadunidense y el maquiavélico premier chino Zhou Enlai, y del único encuentro que sostuvieron entonces Nixon y Mao Tse-Tung. China no sería lo que es hoy, ni las relaciones entre ambas naciones estarían en esa esquizofrénica dinámica actual. Una de las consecuencias más importantes de esa visita se materializó tiempo después en el mundo de la escena, con el estreno de la espléndida ópera Nixon en China, del compositor estadunidense John Adams, realizado el 22 de octubre de 1987 por la Gran Ópera de Houston. (Nixon estaba vivo, Mao y Zhou habían muerto en 1976).
Decir que se trata de una obra ecléctica es quedarse corto, por mucho. En el plano teatral, hay aquí un “gran fresco histórico”, hay drama político y personal, hay algún atisbo de tragedias pasadas y futuras, hay pinceladas cómicas y trazos satíricos. Aquí está, asimismo, el rígido protocolo de la visita de Estado, y la hipocresía del ceremonial diplomático, pero también están los momentos íntimos de duda y reflexión de Nixon y su esposa Pat, y los infaltables números de teatro popular “de masas” escenificados por los chinos para ilustración (y tedio, sin duda) de sus visitantes, y de manera destacada, en mi opinión, una poderosa y evocativa escena que combina la nostalgia, la seducción, el sueño, el erotismo y la fantasía, en una memorable escena que adquirió merecida vida propia en la pieza orquestal titulada El presidente baila (The Chairman Dances), extraída por el propio Adams de la partitura de su ópera. Es pertinente recordar que la potencia e inmediatez de la puesta en escena original de Peter Sellars causó un impacto tal que en los teatros en los que se representaba la ópera el público interactuaba espontáneamente con los personajes, borrando de manera entusiasta la cuarta pared.
En lo musical, Nixon en China no es menos variada. Contiene formas y gestos propios de la gran ópera del siglo XIX y, a la vez, numerosos elementos de los diversos lenguajes musicales de la primera mitad del siglo XX y, claro, el sello inconfundible del estilo propio de John Adams, que incluye ciertas estructuras repetitivas. A la crítica se le hizo fácil endilgarle sin más a Nixon en China la etiqueta de “minimalista”, lo que constituye sin duda una simplificación flagrante. En este contexto debo confesar que yo mismo me dejé deslumbrar por ese espejo estilístico, y en una ya lejana crónica sobre Nixon en China confundí a John Adams con Philip Glass. Mea culpa.
Desde aquella histórica visita, las estadísticas registran que los líderes chinos han visitado Estados Unidos en 19 ocasiones, mientras los líderes estadunidenses han visitado China 12 veces. Y hoy, a 50 años de distancia, las relaciones entre China y Estados Unidos están en uno de sus puntos más bajos y más tensos, y están marcadas por una dosis masiva de desconfianza mutua. Más allá de que no hay duda de que al poner pie en Pekín aquel 21 de febrero de 1972 Richard Nixon abrió de golpe una gigantesca caja de Pandora, no sería mala idea revivir, reponer y divulgar la ópera de John Adams, principalmente porque es una obra de teatro musical importante en sí misma, pero también porque hay en ella algunas claves fascinantes que no es posible encontrar en ningún sesudo tratado de sinología moderna. Si se me permite decirlo de otra manera: el arte tiene mucha mayor capacidad que las ciencias sociales para desentrañar los enredos de la naturaleza humana, y yo le creo mucho más a los compositores que a los políticos.