Era natural que el proyecto de cambio conocido como Cuarta Transformación fuese resistido y obstruido por las fuerzas políticas y económicas desplazadas, cuyos recursos y poderío acumulado trazarían una y otra vez rutas de combate en términos crecientes conforme se asentara o avanzara el gobierno encomendado por una extraordinaria votación popular a Andrés Manuel López Obrador.
Pero, a esa entendible disputa dialéctica, se sumó un inesperado periodo pandémico de contracción económica e incertidumbre social, del cual el obradorismo ha ido saliendo como ha podido, acentuando déficits, haciendo malabares presupuestales y sobrellevando retóricamente la tormenta.
A ese condicionamiento negativo, relacionado con el famoso virus y sus variantes, ha de agregarse ahora la irrupción del factor bélico en Ucrania y, en particular para México, los riesgos económicos que se relacionan con el sistema financiero y la inflación, en especial en los rubros del petróleo y sus derivados, y los granos, como el trigo.
A los vaivenes y trances mencionados habrá de agregarse ahora la previsible pretensión del gobierno estadunidense de que sus aliados, o sus rehenes geopolíticos, como es el caso de México, cierren filas con las políticas de Washington, ante la “amenaza” rusa y el acecho de China.
Un aspecto notable en la evolución de las relaciones del México de López Obrador con el Estados Unidos posterior a Trump es que en apariencia hay una mayor debilidad política en Joe Biden, que a los envites lanzados por la administración emanada del Partido Demócrata han correspondido, en el marco de lo geopolíticamente posible, posturas decorosas desde Palacio Nacional y que las presiones de alineamiento cedente por razones bélicas transcontinentales han sido razonablemente contenidas.
En ese marco de estadunidenses presiones, aceleradas y potenciadas por el tema ucranianio, puede ubicarse el uso instrumental de los asesinatos de periodistas mexicanos por parte de funcionarios del país vecino, incluso de manera insólita en un tuit del Secretario de Estado, que en medio de la crisis mundial encontró tiempo e inspiración para ocuparse de la violencia contra miembros de la prensa en México.
En realidad, la espiral de conflicto iniciada por Latinus y Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, casi un mes atrás, mediante una difusión audiovisual especulativa y carente de rigor periodístico, más los innegables hechos lamentables de violencia contra periodistas de a pie, no multimillonarios ni metidos en proyectos de élite, han dado el marco referencial deseado por poderes de Estados Unidos para amagar y presionar al mando institucional mexicano, en el contexto de la reforma energética impulsada por AMLO, en sus vertientes de petróleo, electricidad y litio.
En ese mar tormentoso de pandemia, guerra física y económica, presiones y resistencias de los poderes desplazados, la nave andresina va. Ha de verse pronto qué tanto puede seguir adelante o se encalla, en tiempos de incertidumbre y riesgo.
Por cierto, llama la atención la rapidez del cambio de una postura matutina de relativa imprecisión ante los sucesos de Ucrania, hasta llegar a un tuit vespertino del canciller Marcelo Ebrard: “México rechaza el uso de la fuerza y condena enérgicamente la invasión rusa a Ucrania. Demanda cesen las hostilidades, se inicie diálogo, se proteja a la población”.
El giro se produjo horas después del pronunciamiento de la embajadora de Ucrania en México, Oksana Dramaretsk, quien demandó que nuestro país fijara su posición de manera clara, mediante una condena a la invasión rusa e incluso, la ruptura de relaciones con la nación presidida por Vladimir Putin.
No es un gran signo de profesionalismo diplomático mexicano navegar en dos aguas al iniciarse el día y cerrarlo con una definición, eludida, pero inevitable, respecto a un tema tan cantado ante el cual debería haberse definido oportunamente una ruta precisa, sin virajes o añadidos de última hora. ¡Hasta el próximo lunes!,
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