Moscú. Al desatar la guerra en Ucrania, el presidente Vladimir Putin sorprendió a todos los que creen que una lógica elemental debe determinar las decisiones políticas, porque la que hizo pública la madrugada de ayer el titular del Kremlin carece de sentido común y puede causarle más problemas que el que pretende resolver –el hipotético ingreso de Ucrania en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), una “amenaza absolutamente inadmisible”, dijo– al atacar a un pueblo fraterno como el ucranio, causando más víctimas inocentes de las que también pretende evitar.
Hay que decirlo sin ambages: la invasión terrestre y los bombardeos para destruir la infraestructura militar de Ucrania, escudándose en el supuesto “genocidio” que lleva a cabo “la junta nazi” de Kiev, en la tercera parte de las regiones homónimas de Donietsk y Lugansk, siembran más muerte y devastación, pero no permiten alcanzar los objetivos proclamados.
Aun conquistando sus tropas la totalidad de esas regiones homónimas o incluso Ucrania completa –¿por qué no?, si lleva meses mintiendo a diario, mientras preparaba el ataque y decía, en tono de burla, que no había motivos para preocuparse–, lo único que lograría es aumentar la frontera de Rusia que ya tiene con países miembros de la OTAN. Eso, claro, en el supuesto de que los ucranios depongan las armas, como quizás pensaban en el Kremlin, y que hasta ahora no ha sucedido.
Y como lo más grave es que Rusia se permite hacer lo que la mayoría de la comunidad internacional considera una grave violación de la soberanía de Ucrania –Rusia misma respetaba su integridad territorial hasta que hace unos días enterró los acuerdos de Minsk, única base para un arreglo político del conflicto del este ucranio, decía el Kremlin– sólo porque tiene armas nucleares, ¿cómo va a invocar el derecho internacional cuando otra potencia nuclear haga lo que le dé la gana contra un país que carece de ese tipo de armamento?
Obviamente, ningún gobernante de una potencia nuclear es suicida y no va a empezar una guerra mundial por Ucrania, que es lo que permitió a Putin ponerse en plan desafiante al decir que quien pretenda intervenir tendrá una “respuesta demoledora” como nunca ha podido imaginarse.
Al mismo tiempo, con esa actitud, Moscú establece un peligroso precedente al cambiar las reglas del juego –antes se sobrentendía que las potencias nucleares tenían ese armamento, pero Rusia fue la primera en amenazar con usarlo si no se sale con la suya– y, sin ser su propósito, desata las manos a Estados Unidos y sus aliados noratlánticos para hacer, siguiendo el mismo criterio de los arsenales nucleares como argumento supremo, cualquier barbaridad.
Por lo mismo, su “operación militar especial” es un contrasentido y no hará más segura a Rusia, que ya nada podrá decir cuando la OTAN decida instalar misiles nucleares junto a su frontera. Por ejemplo, de esos artefactos que tardarían no más de cinco minutos en alcanzar Moscú, como los que quiso evitar en caso de que Ucrania, quién sabe cuándo, en caso de cumplir los requisitos, convoque a un referendo, aprobarlo por mayoría y solicitar de manera oficial su admisión en la alianza noratlántica.
Empecinado, el Kremlin arguyó que teme que “algún día, mañana o pasado” Ucrania decida ingresar en la OTAN, lo que podría provocar una guerra nuclear. Por eso, reconoció la independencia de los separatistas y rechazó negociar una propuesta que originalmente era suya y que le hubiera quitado muchas de sus actuales preocupaciones: un nuevo tratado de limitación de misiles de corto y mediano alcance. Un absurdo, y grave error, negarse a negociar éste y otros instrumentos para incrementar la confianza recíproca.
Lo que más llama la atención es la forma en que este incomprensible ataque quiere justificarse. Para entenderlo hay que desglosar la parte medular del mensaje de Putin esta madrugada: se arroga el derecho de calificar como “junta” o “régimen nazi” a un gobierno elegido en las urnas por el pueblo ucranio; quiere desnazificar Ucrania y habla de golpe de Estado (pero no menciona la votación unánime de los diputados de la Rada, incluida toda la bancada del Partido de las Regiones pro ruso, que aprobó hace ocho años la destitución de su líder y entonces presidente Viktor Yanukovich, huido a Rusia con los millones que se robó).
Acude Putin en ayuda a la petición de los líderes de los “nuevos países” que él mismo envió ahí, ciudadanos rusos y militantes del partido oficialista Rusia Unida; quiere impedir un “genocidio” de la población civil en la tercera parte de Donietsk y Lugansk (¿y el resto de las regiones ucranias en principio afines a Rusia, al menos ocho más, también se quejan de “ser exterminados” o se sienten parte de Ucrania?).
Y después de ocho años de intentar que los secesionistas no pudieran avanzar más hacia el interior de Ucrania, ahora resulta que la “junta nazi” ordenó masacrar estos días pasados a los indefensos habitantes de las zonas insurrectas cuando del otro lado de su frontera llegaron a acumularse entre 150 mil y, según otras estimaciones, hasta 200 mil soldados.
Son argumentos poco convincentes, que exhiben a Rusia como país agresor, rompen por un capricho de Putin –la negativa a satisfacer sus incumplibles exigencias en materia de seguridad– la fraternidad de los pueblos ruso y ucranio, tendrán un altísimo costo para la población rusa por las sanciones internacionales y acabarán creando más amenazas a la seguridad de Rusia.
En suma, el ataque a Ucrania –incluso si consigue rodear Kiev en unos días– puede empantanar a Rusia en una aventura bélica similar a la nefasta experiencia que tuvo la Unión Soviética en Afganistán durante diez años hasta su vergonzosa salida, cuando Putin y sus asesores piensan que lo de ahora no será más complicado que la intervención soviética en Praga en 1968.