Visto en términos estrictos, efectivamente, el reconocimiento por Rusia de las autoproclamadas repúblicas populares de Donietsk y Lugansk vulnera el derecho internacional. Como, en su momento, lo hizo la reincorporación de Crimea al país eslavo. Entonces abordé el hecho en este espacio ( La Jornada, 20/3/14). Pero a esta grave situación se ha llegado porque el otro bando, capitaneado por Estados Unidos no se ha cansado de incurrir en lo que hoy reprocha a Moscú, incluso en la propia Europa y –ojo–, en la misma Ucrania. Es el caso del golpe de 2014 en Kiev, probadamente dirigido, organizado y financiado por Washington, que instauró allí un Estado vasallo gansteril repleto de armas y de pandillas desaforadas, con frecuencia integradas por admiradores de Hitler. ¿No fueron también una violación flagrante del derecho internacional las operaciones de la Organización del Atlántico Norte (OTAN) en la ex Yugoslavia, el bombardeo inmisericorde de Serbia y la descarada proclamación de la independencia de Kosovo, entonces república autónoma del país balcánico? Sería imposible enumerar en este espacio las violaciones perpetradas por la Casa Blanca al derecho internacional, a la soberanía e independencia de los pueblos. Sólo reunir cronológicamente sus intervenciones en América Latina y el Caribe tomó cuatro tomos al acucioso y entregado investigador argentino Gregorio Selser.
Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Europea (UE) juegan con fuego en Ucrania, y al asumir una actitud provocadora, arrogante y aventurera ante una Rusia ofendida y amenazada pueden empujar al mundo a un conflicto de pronóstico reservado. Es de no creerse, pero la creciente impopularidad del presidente estadunidense, Joseph Biden, y del premier británico, Boris Johnson, está actuando como un impulsor y catalizador importante de este conflicto. Ambos pretenden subir su aceptación entre los votantes escalando la peliaguda tensión con Moscú y, cegados por la banalidad, han subestimado al presidente ruso, Vladimir Putin, y la necesidad imperiosa de poner atención a las garantías de seguridad para Rusia que este y la diplomacia del Kremlin han reclamado insistentemente a Washington y a los aliancistas desde hace años, pero, en particular, desde noviembre de 2021. Biden y Johnson, seguidos por la servil y mediocre comparsa de la UE, recurren oportunistamente en Ucrania a la vieja treta de escapar a serios problemas internos mediante la exacerbación al máximo de un conflicto de política exterior.
La crisis de liderazgo del huésped de la Casa Blanca es tal que ya se da por hecha la derrota demócrata en las elecciones de noviembre y el regreso del trumpismo a la Casa Blanca en las presidenciales de 2024, con o sin Trump en la boleta. Johnson vivía una crisis terminal debida a los escándalos por las fiestas en su residencia oficial durante la cuarentena del coronavirus y la remodelación de su lujoso departamento con fondos del Partido Conservador hasta que vio en Ucrania la vía para librarse de la destitución por sus propios correligionarios. Salvar a Kiev de una supuesta amenaza rusa y una inminente invasión que se anuncia hace tres meses para el día siguiente es el mantra con el que el habitante de la Casa Blanca y el del 10 de Downing Stret tratan de desviar la atención de su crisis política interna. De la casi nada política a la apariencia de líderes de “occidente”, recios hombres de Estado capaces de unir frente al oso ruso a un Estados Unidos y una Unión Europea que –salvo en los espacios mediáticos hegemónicos– están en las horas más bajas de toda su historia en cuanto a liderazgo y hegemonía.
Hay una causa de fondo tras este conflicto y es la política de desestabilización, balcanización y acoso seguida por Washington contra Moscú desde poco después del derrumbe de la URSS. Ya se ha explicado en este espacio el avance de la OTAN (un muñeco de Washington) hacia el este ( La Jornada, 13 y 20/1/12) en total contraposición a la promesa hecha de palabra por el entonces secretario de Estado estadunidense, James Baker, y el canciller alemán, Helmut Kohl, a Mijail Gorvachov, previo a la reunificación de Alemania y a la retirada de las tropas soviéticas de la República Democrática Alemana (1989).
Únicamente quien prometió reformar a la URSS, pero en lugar de eso la destruyó, podía incurrir en la asombrosa ingenuidad de no exigir la firma de un tratado que plasmara el compromiso de Washington y Berlín en una materia tan relevante. Le mintieron a Rusia y desde entonces sumaron a la belicista alianza atlántica la gran mayoría de los países ex socialistas de Europa y varias ex repúblicas soviéticas, como Lituania, Estonia y Letonia. De modo que la distancia y el tiempo de vuelo de los misiles nucleares del Pentágono hasta sus eventuales blancos en Rusia se han ido acortando sucesivamente hasta un punto ya intolerable para Moscú. Negociar en serio con Rusia es imperioso, no aplicar sanciones con tufo electoral que continúan aumentando la tensión.
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