Los adioses con el tiempo son humildes bienvenidas. Temerosas las costumbres se van disipando como íntimas distancias y el camino va trazándose en el pecho como procesión disidente. La música moderna de Augusto Bracho es, como cualquier pertenecer oscurecido, una carta de amor. Escuchando este disco, más allá de la belleza que asombra y abraza, pienso que los boleros que lo componen son misteriosas celebraciones de la vida migrante. Un ajuste de cuentas con el pasado. El honrar un futuro prometido convertido en presente; la actualidad de los sueños.
Pocas veces me he visto en las líneas de la extranjería, sin embargo conozco el olvido, y quizá lo que vaya marcando la época mejor que cualquier descubrimiento sea la nostalgia de los recuerdos que perdemos. Esa lucha universal contra el tiempo y la distancia que, más que lucha, es un acto de amor, de lealtad a la vida misma. Por eso al escuchar la voz de Bracho navegando la gracia de su signo, la desnudez de su guitarra y la claridad de su inagotable poesía, me imagino que algo dentro de él tiene la cualidad de multiplicarse infinitamente en el corazón de todo aquel que lo escuche. Para mí las canciones de este disco quedarán cantadas para siempre como ecos del alma humana, porque ¿quién no dejó su primer hogar?, ¿quién no se alejó de su primera felicidad, de su primera idea del mundo? ¿Qué sería de nosotros si no existiera el consuelo prometido, el amor anhelado de los hombres y las mujeres?
Tener el alma dispuesta es la virtud de quien sueña, y soñar en estos tiempos se parece cada vez más a recordar. Por eso este cancionero, más allá de su identidad migrante, tiene la identidad del viento; se narra y se celebra sin márgenes ni fronteras, hacia adelante y hacia atrás del tiempo, en calidad de medicina. La música moderna de Augusto Bracho es un comienzo que esconde su estrella detrás de todos los finales. Es verdadera como cualquier recuerdo y mentira como cualquier tesoro sobre la Tierra. Es, como el mismo Bracho dice: un simulacro de templo.