En nuestra moderna actualidad, cuando las fotografías parecen multiplicarse sin cesar reproduciendo cada parcela de la realidad, no puede dejar de ser sorprendente el éxito de una exposición fotográfica. Sin embargo, las muy numerosas reservaciones para visitar la retrospectiva de la obra de Graciela Iturbide, titulada Heliotropo 37, en la Fundación Cartier de Arte Contemporáneo de París, son la prueba misma de este interés del público, a pesar de las restricciones obligadas por la pandemia que filtran la asistencia de los visitantes, tan curiosos como ávidos.
Cabe, entonces, preguntarse qué resorte despierta esta curiosidad, qué imán suscita esta avidez por las imágenes fotográficas de Iturbide. ¿Qué es, pues, el fenómeno que se opera para dar a cada foto la condición de ser única? Es decir, excepcional como es siempre la obra de arte maestra. ¿Por qué sorprende la imagen de un cielo donde vuelan los pájaros? ¿A qué se debe el asombro ante un gigantesco cactus asediado por zopilotes al elevarse hacia un cielo cubierto de nubarrones oscuros? Me arriesgaría a decir que es su mirada. Pero su mirada a través del lente de la cámara fotográfica. Recuerdo a una amiga, que, de visita en casa de Graciela, situada en otro número de la calle de Heliotropo, le preguntó cómo nos veía, cómo saldríamos en una fotografía suya. Interrogaciones que apenas ocultaban sus deseos de ser fotografiada por Graciela, quien sonrió al responder: “Ver tras el lente de la cámara es distinto, la fotografía da otra imagen”. Con su respuesta, ¿quiso acaso decir que prefería seguir viéndonos tal cual éramos? Porque, a través del ojo de su cámara, Graciela revela lo insólito, es decir, lo evidente. Esa realidad, tal cual, más enigmática que cualquier misterio por su evidencia misma.
Al atrapar la realidad con su cámara y transformarla en una imagen de luz congelada, como señaló Salvador Elizondo al escribir de la fotografía, Iturbide congela el tiempo en ese instante. Inmóvil y palpitante, imagen a la vez fija y viva para siempre porque la muerte no puede ejercer su siniestro poder contra lo imaginario. Siete años después de la desaparición de su hijita, una niña, Graciela proseguía su duelo en sus peregrinaciones a cementerios donde fotografiaba las sepulturas de angelitos, niños que entran al sueño eterno en ataúdes blancos. En 1977, en la ciudad de Dolores, caminaba tras un hombre que la guiaba por el cementerio. De pronto, el hombre se volvió hacia ella. “Se parecía a la muerte y me dijo: ‘ya basta’”. El mandato era claro. Cesó de fotografiar tumbas de angelitos y logró, en un instante sólo visible a quienes fallecen, fotografiar a la muerte. Si fue una visión, la fotografía la plasmó.
Fotografías vistas en sueños premonitorios. “En mi tierra sembraré con pájaros”, soñó que le decía un hombre. Tiempo después, durante un viaje a las Islas Marías, Graciela tomó la foto del Señor de los pájaros: el hombre mira el vuelo de las aves con su rostro de pájaro carpintero.
“Busqué la sorpresa en lo ordinario, un ordinario que habría podido encontrar en cualquier parte del mundo”, dice esta incansable viajera. Lo ordinario es una bicicleta con cabeza de animal, el vuelo de unos papalotes, las sombras de fantasmas en los muros, el absurdo mismo. Porque la realidad es absurda, simplemente.
La retrospectiva exhibe más de 200 fotografías de la artista, tomada desde los años 70 hasta nuestros días. Exposición que permite descubrir la obra a quien la mira por vez primera, pero que revela nuevos enigmas a quienes hemos visto antes algunas de su fotos. “Mis sueños son en blanco y negro”, decía Graciela, quien, por vez primera, decidió utilizar el color para fotografiar el alabastro y el ónix, cuya materia parece respirar ante la mirada de la cámara de Iturbide. Como palpitan los seres que forman el panteón fotográfico de esta inolvidable artista.