Diego Sánchez repitió color. Volvió a triunfar con los toros de Barralva, broncos, difíciles, que transmitían el sentido de peligro a los aficionados.
El aire de la Plaza México parecía lleno de olor a enfermería.
Los veteranos toreros Arturo Macías y Fermín Rivera se veían perdidos en el redondel. Diego Sánchez con su cara aniñada se tornaba el maestro: sereno y vertical con finas maneras desde el capote hasta la suerte final.
Diego Sánchez figura alargada hasta el cielo no perdía la brújula. ¡Esa trincherilla! que paralizó el coso.
Parecía que el torero veía “algo” más de lo que ven los ojos del cuerpo. Lo que le daba esa sensación de naturalidad.
La sensación del tránsito de la vida, lo fugitivo de las horas, de que todo es vanidad y que la recompensa es la muerte.
Diego figura alígera de carne irreal más parecía no pisar el ruedo. Díganlo si no sus series de redondos y pases naturales que expresaban su mundo torero.
Tan seguro de su arte al final: la estocada, se fue derecho sobre el morrillo del toro, pero se le fue la mano y el estoque cayó caído.
A pesar del defectillo, los aficionados pidieron los apéndices con mucha fuerza.
Una oreja ganada a ley con un toro de verdad, como de verdad fue su toreo.