Fuera de algunos debates académicos, un tema tabú en México, y en general el continente, es el colonialismo interno. Aceptar que existe, temen las sociedades mayoritarias, puede socavar a la Nación, esa entidad a veces ameboide que nos hace un solo país, con definidas fronteras, soberanía, lengua y bandera. Los Estados nación americanos, de Canadá a la Argentina, heredan una misma colonización profunda de los imperios europeos, incluyendo la africanización de muchas regiones como producto de la esclavitud importada por los colonizadores.
Los países del hemisferio heredaron desde el siglo XIX un despojo progresivo que, bajo argumentos ya no “coloniales” sino “nacionales”, jamás se ha interrumpido. Adquiere distintas apariencias, cambia con las coyunturas históricas. En algunos lugares es un descarnado y desafiante “hecho consumado”: los pueblos originarios sobreviven sólo porque quieren, pues no merecen derechos territoriales ni lingüísticos, ya no digamos políticos, a no ser migajas (particularmente en Estados Unidos y Brasil).
Esta situación, que de la mano de Franz Fanon comenzamos a entender hace apenas medio siglo, tomó un giro dramático con el nada metafórico despertar de los pueblos originarios de 1970 en adelante, acompañado de un insólito repunte demográfico. Este ciclo histórico cruza transversalmente hasta hoy a las naciones, México en primerísimo lugar pero también otras con población originaria significativa. Se expresa en demandas autonómicas y autodeterminación campesina, de gobierno, territorial, lingüística y hasta ceremonial.
La comunalidad indígena choca con los Estados Nacionales, sean progresistas o reaccionarios, neoliberales, dictatoriales o revolucionarios. Ni la Venezuela de Hugo Chávez, ni la Bolivia de Evo Morales, ni Ecuador con Lucio Gutiérrez y los gobiernos “forajidos” frenaron la colonización por encima de estos pueblos, algunos muy dilatados en América (mayas, nahuas, aymaras, wayuu, quechuas, mapuche).
La inercia histórica de invasión y despojo sin fondo es tal que en lo que va del siglo XXI tampoco no se detiene ni se atreve a decir su nombre, aunque las modas internacionales y los gobiernos se embriaguen con discursos incluyentes. Las sociedades mayoritarias, incluso las democráticas o progresistas, dan por sentado su derecho de invasión en apego a sus leyes y por el bien de la patria. Presenciamos un caso de ceguera hereditaria (con sus tramos de luz, como el reparto agrario posrevolucionario o ciertos aspectos del indigenismo y la teología de la liberación). Del emperador Iturbide a Benito Juárez y sucesores hasta culminar en Porfirio Díaz, la invasión, el despojo (el exterminio llegado el caso) de pueblos indígenas fue tan natural como invisible. Tras el siglo-PRI y lo que le siguió, tomaría rutas menos brutales.
El cínico inversionismo de Fox, Calderón y Peña Nieto sostuvo retóricas e intenciones distintas al paternalismo autoritario de López Obrador, pero en este caso no resultan muy diferentes, sin escatimar consultas, guiños electorales, señuelos económicos; tampoco la fuerza de la ley. Abunda, además, una violencia que, como se sabe, tiene muchos brazos y denominaciones: no sólo la legal y sus atribuciones represivas, también hay paramilitares que nunca “existen” para el Estado (de Acteal en 1997 a Aldama en 2022), bandas criminales frecuentes aliadas del poder político, guardias blancas regularizadas como “empresas de seguridad” que los inversionistas contratan para proteger las concesiones otorgadas por el Estado.
La minería, la extracción hídrica o petrolera y otras “necesidades nacionales” tienen carta blanca con AMLO, como la tuvieron en ese pasado reciente del que se reniega. Nos quieren convencer de que no representan lo mismo las aspas apocalípticas de españoles y franceses en el Istmo de Tehuantepec y el establecimiento de un corredor industrial, inmobiliario y ferrocarrilero que parte al Istmo. Tanto este gran proyecto como el tren llamado “maya” y sus encomenderos tipo Jiménez Pons, con toda su alharaca turística, encarnan la versión más reciente del inacabable colonialismo interno.
El oro puede ser canadiense, la plata de Slim, Larrea y el difunto Bailleres, pero eso sí, el petróleo y el litio son de la nación. Desde la perspectiva de los pueblos originarios eso no cambia nada. Cuando bajo la guía teórica de Arturo Warman, sus demandas autonómicas fueron tildadas de “amenaza” para la integridad nacional, el gobierno prefirió traicionar los Acuerdos de San Andrés. Hoy, el narco y la gran migración de pobres dañan más esa integridad nacional de lo que hubiera ocurrido de legalizar la autodeterminación indígena.
Esta inercia adquiere graves implicaciones ambientales, culturales, alimentarias, de salud y convivencia. El colonialismo interno, siempre negado, abre sin querer las puertas a una desintegración telúrica y social: a estas alturas de la globalización y el cambio climático, amenaza incluso las integridades que dice defender.