En los hechos el gobierno ha renunciado al desarrollo, a la idea visionaria del vocablo. Es probable que tenga otra o que de plano niegue la importancia del concepto y lo que significa para una sociedad, pero parece innegable que los temas y problemas a los que alude el desarrollo lo fastidian.
No hay desarrollo si no hay una combinación de redistribución progresiva del ingreso y las oportunidades con el crecimiento indispensable para darle sustento a tal redistribución en el tiempo; si no hay voluntad de convocar a todas las fuerzas políticas en un proyecto que, en palabras del economista brasileño Celso Furtado, da prioridad a la efectiva mejora de las condiciones de vida de la mayoría de la población.
Visión a la que se une Joseph Stiglitz, denodado combatiente por el progreso social y económico dentro, fuera y en contra de las instituciones establecidas. El Nobel se sumó a la “legión desarrollista” cuando propuso en la Cepal que el desarrollo era o sería el resultado del cambio social y del aprendizaje democrático. En sus palabras: “hemos aprendido, en los últimos 50 años, que el desarrollo sí es posible, pero no es inevitable. La equidad y el desarrollo sustentable y democrático son posibles si ideamos un mejor modelo de la economía (…).” (Joseph Stiglitz, “El desarrollo no sólo es crecimiento del PIB”).
En todo caso, cuando hablamos de desarrollo hablamos de política y de Estado, de inversión y nuevas ecuaciones entre acumulación y distribución, como proponía Juan Carlos Portantiero. Asimismo, hablamos de voluntades colectivas, sociales, puestas en movimiento por un proyecto común y moduladas por la organización del poder y las comunidades.
Bitácora difícil de aprehender y más todavía de mantener en movimiento, de ahí la importancia del programa como guía para la acción y de la filosofía política y moral, social, para dar algún orden a las decisiones inmediatas u ocurrentes que forman parte digamos que normal de la vida estatal. De ahí también que al desarrollo se le asuma como un gran empeño intelectual y cultural, de los cuales tenemos ejemplos exitosos y no tanto. Una herencia bien cultivada y defendida de la Cepal, pero también en algunos cubículos y clósets del Banco Mundial y, como lo vemos ahora, en el propio Fondo Monetario Internacional.
Por lo pronto, digamos que este empeño se ha mantenido bajo reserva en estos años, cuando no en exilio virtual, y que uno de los componentes indispensables del desarrollo, el crecimiento y la expansión de la economía, ha estado ausente desde antes de la profundización de la crisis apurada por la pandemia. Fue como un mandato desde los bajos fondos de la ideología liberal y su traducción a la peor de las políticas económicas.
No encuentro explicación racional al desprecio del desarrollo, como propósito y compromiso de todo proyecto progresista, mostrado por el presidente López Obrador y sus colaboradores; tampoco su renuencia a considerar, así fuera como mera opción, una reforma fiscal que dotara de los recursos necesarios y suficientes al Estado para cumplir con parte de sus funciones: proteger a sus habitantes, ayudarlos en sus emprendimientos y también otorgarles protección contra riesgos sanitarios, económicos o laborales. Incógnitas, que no obstante la boruca mañanera, obligan a seguir señalando el daño social, ilustrado por los órganos especializados del propio Estado con los que contamos, como lo son el Coneval y el Inegi, que esta renuencia gubernamental implica. No sólo sobre la economía, sino sobre las dimensiones social y política que acompañarán sin remedio este peculiar y vernáculo antidesarrollismo.
En una economía férreamente atada al mundo y sus economías, como es la mexicana, lo social queda supeditado al ciclo económico, salvo que el Estado intervenga para modular sus impactos y proteger a la población de riesgos y daños mayores. Así lo enseñan las mejores experiencias globalizadoras, como las nórdicas, que pudieron combinar aperturas extremas con protección social efectiva. Entre nosotros no ha sido así; por ello, los pobres son más y muchos con carencias extremas; los grupos medios bordean el empobrecimiento, y las cúpulas poco dicen y menos hacen que no sea pasarla bien sin que sus papis hablen más de inversión.
Los que pueden, están en posición de fuga. Otros ya echaron a andar por la nación transterritorial de la que habla Tonatiuh Guillén. Bajo el marasmo, el país se mueve: mudarse para mejorar o… sobrevivir. Por lo pronto, la cuestión social sigue sin ser atendida ni entendida. Sigue produciéndose y reproduciéndose portando perspectivas ominosas de movilizaciones antipolíticas, manifestaciones de repudio de las formas y las normas.
En este cultivo no será la sociedad la culpable de sus males y tragedias, serán los grupos dirigentes y sus pueriles acomodos. Incluidos los lamentables espectáculos de los senadores “patriotas” que califican de traidor al que prefiere no oír sus banalidades.