Los historiadores y los aficionados a la historia política del futuro se sentirán fascinados al conocer y tratar de explicar el sistema político presidencialista vigente a partir de 1940 y hasta 2000 y que todavía, a pesar de que en ese año se produjo la alternancia, hubo una especie de prórroga de 18 años y hasta 2018 pudimos tener elecciones libres y auténticas.
Asombra cómo el régimen logró sobrevivir durante décadas, a pesar de que la sociedad había cambiado profundamente y requería una modernización política. En efecto, había crecido una clase media, la influencia extranjera apuntaba a favorecer los sistemas democráticos y apareció un sector empresarial no muy nutrido, pero moderno. Se debilitaron las costumbres conservadoras, la Iglesia se modernizó y fuertes sectores de esta institución se tornaron progresistas. Los niveles de escolarización y alfabetización mejoraron drásticamente, así como las formas de comunicación. Las diferencias sociales se atenuaron un poco, aunque de ninguna manera desaparecieron.
En 1968 el sistema político dio ya muestras de decadencia. Sin embargo, se mantuvo fuerte y sus dirigentes fueron sagaces para encontrar la fórmula que les permitiera seguir gobernando en forma no muy distinta de los años 40.
El régimen de partido único logró sobrevivir al menos hasta 2018 disfrazado de bipartidismo. El último régimen priísta se destacó por sus abusos y por su corrupción y era de temerse que para derrocarlo tendría que haber existido un movimiento revolucionario, otra etapa de violencia. Afortunadamente no fue así. En el referido año se produjo un cambio: quizás por primera vez hubo elecciones libres y auténticas y sin duda alcanzó el poder un gobierno que obedecía a principios muy distintos a los regímenes anteriores.
Lo más asombroso es que la violencia que podía temerse, no se produjo, el gobierno en el poder no actuó a través de fraudes e irregularidades como se había acostumbrado, tampoco utilizó la fuerza bruta para combatir a los inconformes, permitiendo finalmente que fluyeran las cosas y la gente pudo elegir libre y auténticamente a quien quería como presidente. El proceso terminó con saldo blanco, sin muertos ni heridos, ni propiedades destruidas ni vidrios rotos. Cabría preguntarse si hemos inaugurado al fin la etapa democrática, por lo menos en cuanto a elecciones libres y el respeto a sus resultados auténticos.