–Me regreso a pie…
–Estela, vamos a llamar un taxi. Hay muchas piedras, el empedrado de Chimalistac es peligroso…
–No importa.
Ahora la piedra es Estela, imposible convencerla. Su fuerza de carácter la convierte en heroína y es imposible no admirar su belleza. “¡Qué mujerón!” –pienso y vuelvo a lo mismo: “Estela, te acompaño...”
–No, las dos nos caeríamos.
Y cierra la puerta tras ella para subirse en la barca de oro de su propio cuerpo.
Sicóloga de profesión, Estela Ruiz Milán es excepcional, a quien todos sus amigos reverenciamos... Verla, escucharla, acompañarla, es una lección de vida. Ninguna mujer en México con su inteligencia y generosidad.
Durante la comida, Estela Ruiz Milán me contó: “Mi mamá y mi hermano eran yucatecos. Nací en avenida Colón 501, a dos cuadras del Paseo Montejo (versión provinciana de Paseo de la Reforma). Mi papá era español. Tuve un hermano nueve años mayor, que ya murió.
“En Mérida me daban clase en mi casa, entonces no se usaba el kínder. Hice primero y segundo, y cuando iba a entrar a cuarto año nos vinimos a México. Tenía yo 10 años.
“Me crié en la religión católica, en una forma muy intensa. Lo que más hacía mi mamá era llevarme a la iglesia. En Semana Santa rezaba todo el viacrucis, las 14 estaciones de rodillas; no sabes cuanto recé durante 10 años. Sólo salía a una clase de piano con un maestro muy eminente, mi tío José Rubio Milán. Tuve una formación muy severa, pero, por otro lado, me parece que la disciplina, el orden, la preocupación por los demás me dejaron cosas buenas, por ejemplo, el concepto de la caridad cristiana que me marcó mucho.”
–Estela, supe que alguna vez dijiste que habías perdido la fe
–Es cierto, he perdido la fe, tengo poca esperanza, pero me queda la caridad... Decía San Pablo, que el amor a la gente es lo más importante y se me ha dado mucho. Tengo una vocación de servicio, y eso me gusta; está basada en mi formación religiosa más que en mi formación sicoanalítica.
“En la Ciudad de México en el año de 43, viví en un lugar muy bonito, el edificio Basurto, que fue el último resabio del art déco. Ahí viví de los 10 a los 21 años, cuando me casé.”
–¿Dónde conociste al filósofo zapatista Luis Villoro?
–Lo había yo visto de pasadita en una tertulia y en Mascarones, pero realmente lo traté en Guanajuato, porque allá estudió cuando se inauguró Ciudad Universitaria. Esa salida de la Ciudad de México coincidió con que yo tuve un choque bastante aparatoso. Iba yo al volante de un De Soto, Dodge, y el choque fue un parteaguas para salir de la capital e irme a la universidad de Guanajuato. Allá enseñaban maestros que yo conocía: Luis Rius, Pedro Garfias, con quien tuve una linda amistad, Horacio López Suárez y, casualmente, Luis Villoro, a quien no había tratado.
“Fue precioso vivir en el Guanajuato de entonces, un espacio reducido en el que nos encontrábamos en la calle. Guanajuato era todo cultura; participábamos en los Entremeses Cervantinos, nos la pasábamos en la librería El Gallo Pitagórico, queríamos al librero don Lupe, veíamos al dueño de la farmacia y al rector de la Universidad, Armando Olivares, quienes nos convidaban a su tertulia y nos sentíamos muy privilegiados, porque esos maestros representaban a la cultura de México. Verlos todos los días en la calle por una u otra razón era muy hermoso.
“Viví sólo un año en Guanajuato. Luis Villoro se vino antes porque entró como maestro a la Universidad Nacional Autónoma de México, y aquí nos volvimos a ver; después nos hicimos matrimonio. Nos casamos por lo civil e hicimos una ceremonia religiosa en Cuernavaca, para que no viniera mucha gente: ‘¡Que no vengan todas mis tías de San Luis Potosí!’, decía Luis. Viajamos a Cuernavaca y sólo asistieron a la boda 75 personas; eran pocos y estaba muy bien.”
–¿Estabas muy enamorada?
–Mis papás y yo estábamos muy contentos con Luis. Él tenía unas virtudes que para mí eran las de “el hombre de mi vida”: la moral, la honestidad, el sentimiento de libertad, de justicia social, de generosidad que salía de toda su persona, todas sus palabras, todas sus aspiraciones. Eso me ligó mucho a él, aunque fuera sumamente distante en sus emociones, un hombre muy cortés, muy recto, muy cumplido, pero frío, frío, frío. De recién casados, me dijo dándome una serie de palmaditas en el hombro: “Es mejor que las jovencitas como tú no hablen y escuchen para que aprendan”, y lo obedecí cinco años.
“Pasamos 10 años juntos en los que me dediqué a mis dos hijos, Juan y Carmen, y esa dedicación nos ayudó, porque salieron bien. Yo había estudiado la carrera de letras, tengo maestría en letras españolas. Me recibí con una tesis sobre Azorín. Después me metí a sicología y salí con doctorado, y luego entré a la formación en sicoanálisis, y eso me ayudó en la vida, porque Luis, como marido, era un hombre muy cumplido, pero distante. También como padre fue muy distante. Creo que se volvió mejor padre a partir del divorcio, cuando sintió el compromiso de tratar y atender a sus hijos. Nunca nos peleamos; fue una ruptura muy civilizada. Yo le dije que siguiera viniendo a comer tres veces a la semana para que los niños se dieran cuenta de que todavía éramos una familia. En esos años fundé la Sociedad de Sicoanálisis y Sicoterapia en la Ciudad de México.
“Soy buena sicóloga, tengo la formación del sicoanálisis, pero no me gusta pertenecer a capilla alguna. No me gusta el movimiento sicoanalítico, me gusta el sicoanálisis; me encanta, respeto y quiero la figura de Freud. Tengo el entrenamiento, pero lo hago también a mi modo.
“Cuando Luis cumplió 80 años y tuvo un derrame cerebral, perdió mucha parte de su intelecto, y creo que eso permitió que aflorara el afecto. Yo recuperé a un amigo muy querido, no al esposo guapo de los primeros años, y estuve presente durante toda su enfermedad. Fui a ponerle una inyección, me quedé por si algo pasaba y lo que pasó fue su muerte, el 5 de marzo de 2014. Murió deteniéndose de mi brazo. Aunque es una cosa terrible y trágica, me dio gusto que muriera conmigo.”