Cuando corrían las aguas libres por los trayectos en los que hoy circulan coches sobre asfalto, en tiempos en los que se escuchaban los teponaztlis después acallados por el repique de las campanas, cuando el Ombligo de la Luna todavía no era pisado por caballos y aún se olía el copal, las reverenciadas ancianas y ancianos eran encargados de preservar y dar a conocer a las generaciones jóvenes las tradiciones, suya era la experiencia que compartían, y ellos eran la representación del esplendor.
Su palabra era testimonio de lo que debía ser, guardaban la historia y entendían a través de la suya lo aprendido por quienes vivieron antes, su voz era un elíxir para lo que se entendía como el mayor acercamiento entre las personas: la familia. Nadie en Tenochtitlan caminaba con la frente más en alto que las personas mayores, su andar estaba acompañado de dignidad y respeto, y como reconocimiento había algunos permisos, entre ellos beber libremente otro elíxir, el de los dioses.
El pulque tiene su origen en Mayahuel, diosa poseedora de una planta cuyas propiedades podían dar alegría pero también calamidades, por lo que vivía en un encierro impuesto por su abuela. Quetzalcóatl recibió la encomienda para hacerse de la planta y compartirla con los humanos, labor que no fue complicada y requirió nada más de dulces palabras al oído para convencer a Mayahuel de huir con él en un idilio de esos que causan juramentos de amor eterno y que, como suele suceder, fue impedido.
Los hermanos de Mayahuel se dieron a la labor de perseguir al truhán que engatusó a su –hasta entonces– incólume hermana; para evitar ser encontrados, el par de enamorados se escondió tomando la forma de la planta. Los cuñados incómodos no tardaron en identificar a Mayahuel y destrozarla. Quetzalcóatl, que sí pudo escapar, tomó los restos de su efímero y embriagante amor y los sembró para, después de regarlos durante días con su llanto, lograr que la planta floreciera como maguey; aunque Mayahuel no recuperó su forma, a partir de ahí vive en espíritu en cada sorbo que le damos al pulque.
Muy distinto fue, durante el virreinato, el papel de los viejos y del pulque. Cuando Tenochtitlan dejó de llamarse así, las antes reverenciadas personas mayores fueron asociadas con la enfermedad y la decadencia, lo que provocó que, a excepción de las ricas, fueran objeto no sólo de desprecio, sino de ser invisibilizadas por los jóvenes ante un esquivo de mirada resultado del miedo a reconocer su existencia, pues de hacerlo se asumiría que un día se llegaría a ser como ellas. Muchas personas mayores pasaron de ser reconocidas como pilar de la sociedad a ser consideradas un estorbo.
El pulque comenzó a distribuirse más que el agua. Se sembró el maguey para satisfacer la demanda de curados en la Ciudad de México, donde abrieron sus puertas las pulquerías; para 1650 había más de 200, pero como era de esperarse, las consecuencias de que el licor corriera indiscriminadamente derivaron en situaciones de desastres etílicos, por lo que terminaron regulándose. Durante el porfiriato tuvieron gran esplendor, pero a partir de la década de los años 50 comenzaron a cerrar sus puertas hasta reducirse, a principios del actual, a 60. Afortunadamente, durante los años recientes se han abierto pulquerías, pero aún así su consumo es poco en comparación al de hace 100 años.
Las personas mayores –no todas– fueron recuperando su papel y, aunque en muchos casos siguió dependiendo de su situación económica, los nietos siempre han encontrado en los abuelos el amor, tal vez, más incondicional que existe. Lugar común en la Ciudad de México es el paseo de abuelos y nietos en parques y heladerías, merenderos y mercados, donde los más pequeños encuentran la complicidad de los más grandes endulzada por antojos, como unos chicharrones con mucho más chile del que los padres permiten.
Además de la experiencia entre abuelos y nietos, los cariñosamente llamados “cabecita de algodón” cuentan en la capital con actividades que les permiten no caer en la desesperación como manera de envejecer, en cambio abrazan la dignidad que el tener motivaciones produce, un derecho que se materializa con danzones en plazas públicas, talleres en centros culturales y una pensión que les permite no depender de nadie para lustrar esos zapatos con los que dan sus pasos de baile, satisfacer antojos, y aportar para el sustento familiar. Derechos que, aunque hoy están dados, sin duda se deben cuidar para no perderse.