Hay días infinitamente más tristes. El 12 de febrero de este 2022, pandemia planetaria de por medio, abandonó Jesús Flores Olague (Zacatecas, 1947) “nuestro hoy extraviado centro del mundo”, con “el alma convertida en destello continuo de luciérnaga”. Su legado es una obra poética que más bien es un solo “poema extraordinario y peligroso, de belleza seductora y agazapadas incertidumbres”, como escribió Aurora Piñeiro en hermoso prólogo.
Un mexicano de tan altos vuelos como Jesús Flores Olague cabe incluso en una columna “de toros” porque su sensibilidad y talento de genuino espíritu renacentista le permitieron acercarse a la tauromaquia sin prejuicios, con asombro, gozo y sentido crítico, pues su sólida formación académica e intelectual le impedía caer en las compasiones falsas y el humanismo de supermercado, tan al gusto del pensamiento único y sus dóciles seguidores.
El hombre −¿qué no es capaz de hacer un espíritu verdaderamente libre?− confesaba haber recibido en su hermosa ciudad natal lecciones sobre la lidia de la mismísima María Cobián La Serranita, legendaria novillera de resonantes triunfos en las décadas de los 40 y 50, alternando con hombres y mujeres, incluso en carteles hoy inimaginables al lado de la española Juanita Cruz y la peruana Conchita Cintrón en El Toreo de la Condesa.
Y es que este Jesús de Zacaret, como le gustaba firmar algunos de sus incontables artículos y ensayos, fue también licenciado en comunicación, maestro en sociología, doctor en filosofía, historiador, arqueólogo −su sólido trabajo La Mesoamérica olvidada, donde echa por tierra algunos lugares comunes de los especialistas, no ha tenido réplica−, investigador riguroso, museógrafo, fanático del beisbol, aficionado taurino, dibujante, pintor y fecundo poeta.
Entre otros valiosos legados se cuenta una Glosa Histórica de Zacatecas, dirigida por él, la más completa que existe, con un primer capítulo de su autoría sin desperdicio: La tradición de Tuitlán, una expresión singular de la cultura mesoamericana y diez espléndidos poemarios de sonoras y disidentes voces, hasta el último, Pasajero el relámpago, póstumo. Son tan sólo en los medios cinco lances/ de bruñido metal, de augusta veta/ que detienen al tiempo en su trayecto. / Son manos y quietud el claro aspecto/ en que un rito vetusto sus alcances/ de arte nos muestra la visión completa.
Jesús Flores Olague, incansable viajero, fue también amigo de este espacio, donde lo mismo compartía sus impresiones del alarmante amexicanamiento del público de Las Ventas, en Madrid, que serenas y profundas reflexiones acerca de cómo se nos escurre entre los dedos tanto la memoria histórica, como el alelado presente de un país que sigue apostando por la diversión, a prudente distancia de la toma de conciencia de su devenir.
“La afición mexicana –compartió en una ocasión– está no sólo desunida y acrítica con respecto al objeto de su admiración, sino además acomplejada por su taurinismo, que supuestamente la aleja de la modernidad o de lo que nos han dicho que debemos entender por ella... Por la misma razón no pocos intelectuales de fama carecen de ojos para ver la realidad mexicana como partícipes y no logran sacudirse un añejo coloniaje cultural que pretenden revestir de modernidad, de protección a los animales y de humanismo. No se dan cuenta de que le hacen el juego a una ultraderecha a la que no le interesa ninguna expresión propia que nos diferencie… Si en la afición no hay sustento cultural, no sólo información de trámite, nomás no se puede defender la tradición taurina de México.” Gracias, poeta, por tus perspicaces ojos de niño.