El problema de la violencia de Estado en la educación no es que dure un siglo. Es que todavía hoy continúa y hay resistencia a que termine ya. La llegada de la Cuarta Transformación (4T) mostró claramente que si hay determinación, es perfectamente posible anular factores de la violencia en la educación contra maestras y maestros, contra estudiantes. El gobierno de Peña Nieto logró que esa violencia fuera legal e incluso constitucional al impulsar la reforma educativa y para eso sirvió el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) y el marco legal respectivo. A pesar de esto –y de indecisiones desde su propia Secretaría de Educación Pública (SEP)– el gobierno de López Obrador impulsó la desaparición de ese organismo y el cambio en el marco legal, pero dejó innumerables cabos sueltos.
Es decir, se eliminó aquella manifestación de la violencia de Estado que ya claramente no resultaba funcional, sino contraproducente, pero se dejaron otras cuyo impacto y costo social y humano no generaba tanta perturbación social, a pesar de que su pedigree neoliberal fuera evidente, y a pesar de que su aplicación sigue provocando un alto costo de exclusión sistemática e institucionalizada, como en el caso de los exámenes de selección para el acceso a los niveles superiores de educación.
Ha habido suicidios de jovencitas y una depresión endémica entre los egresados de secundaria que son rechazados y –de hecho– declarados insuficientes, pero no hay toma de vías férreas o cierre de fronteras o plantones en el Zócalo. El único que pareció entender la problemática de estos jóvenes fue el candidato y luego ya electo presidente López Obrador. En dos ocasiones denunció estos exámenes por elitistas y por nacer de instituciones que deliberadamente buscan sólo a “los mejores”. Sin embargo, nada de acciones. A pesar de los reclamos y demandas que varios hicimos ante el secretario y subsecretarios de la SEP y al gobierno mismo de la República.
Un antecedente: con Calderón, en 2006, se inició la llamada prueba Enlace (Evaluación Nacional del Logro Académico en Centros Escolares) obligatorio para 15 millones de niñas, niños y adolescentes y obligatorio también para decenas de miles de escuelas y docentes. Era una evaluación masiva que buscaba conocer qué tanto aprendían los estudiantes, como si no hubiera procedimientos muestrales que, con sólo algunos cientos de evaluados, ofrece resultado perfectamente confiables. Con eso se evitaría estar enviando cada año a 10 millones de hogares la noticia de que su hija o hijo era sólo un “insuficiente”. Pero, paradoja, al PRI no le gustó, le pa-reció demasiado y al llegar al poder Enrique Peña Nieto, su secretario de Educación, Emilio Chuayfett lo canceló de un plumazo.
Algo similar ocurre hoy con los exámenes de selección para los niveles superiores. Son pruebas “estandarizadas”, es decir que están diseñadas de manera que sólo una pequeña porción, digamos 5 por ciento –de los sustentantes–, alcance un puntaje alto y así, sin aglomeraciones, pueda ingresar a las escuelas más demandadas.
Son 15 mil de 290 mil aspirantes (en la Universidad Nacional Autónoma de México), 15 mil de 100 mil (en la Universidad Autónoma Metropolitana). Es decir, como en la prueba Enlace, para identificar a “los mejores” se tiene que declarar como “insuficientes” a decenas o hasta cientos de miles, por el tipo de examen. Sin embargo, existen alternativas que pueden seleccionar, pero sin incurrir en esta sistemática descalificación a los no admitidos.
Deliberado o no, con la nueva Ley General de Educación Superior (artículo 4, 2021) el gobierno ahora traspasa la responsabilidad primaria de la violencia institucional a las autoridades universitarias (rectores o consejos universitarios). Pues son ellas las que definen con toda libertad –por autónomas y ahora por ley– cómo debe ser el ingreso a la educación.
Esto tiene muchas implicaciones. Un ejemplo: si el Estado o un gobierno no es afín a la autonomía conservadora realmente existente en las universidades públicas, la ley facilita hacerlas a ellas responsables. Preocupante, porque las autónomas públicas ya han entrado en una trayectoria de decaimiento. En proporción de la matrícula que atienden, en solvencia económica y en posicionamiento político. Y, cada vez más abiertamente, se les reclama por los privilegios (para directivos y empresas extranjeras que disfrutan de sus servicios) y, por su elitismo en el acceso a la institución.
Así, 25 por ciento de los aspirantes, hijos de empresarios y funcionarios, son admitidos en la UNAM, pero sólo 12 por ciento de hijos de obreros y campesinos; en la UAM se admite a 32 por ciento de escuelas caras y 14 por ciento del Colegio de Bachilleres. Y los legisladores –que ya han mostrado apetito por hacer cambios en las autónomas–, a la luz de esto verán de manera distinta el tema del financiamiento. Urge una transformación propia en las universidades autónomas, sus autoridades tienen la palabra.
A don Pablo González Casanova, por 100 años de productiva presencia. A mi muy querida Fernanda, cuya vida acaba de terminar a los 23 años.
* UAM-Xochimilco