El arte o el empleo de la “guerra sicológica” es tan antiguo como la guerra misma. En Strategema, el macedonio Polyaemus narra cómo el rey persa Cambydes II derrotó a los egipcios en Pelusio, desplegando un “ejército” de gatos, perros y cocodrilos frente a los ojos del enemigo. Los egipcios dejaron de atacar por miedo a herir a los animales, a los cuales consideraban sagrados. En el manual de Sun Tzu se recomienda amedrentar a tal grado al adversario a través de “fuegos, explosiones y rumores”, que sea posible obtener el triunfo “sin disparar un solo tiro”. Gengis Khan solía enviar en las noches antes de la batalla a soldados con tres antorchas en la mano. Así el número de sus tropas parecía mucho mayor. Federico II se hizo de un batallón de “gigantes” –soldados con una altura mayor a dos metros–, cuya capacidad de intimidación quedó demostrada en las guerras de Silesia.
Durante la Primera Guerra Mundial, la industrias de las fake news militares derivaron en instituciones de Estado: las oficinas y los ministerios de información y propaganda. La (des)información deliberada se convirtió en una política de Estado. Arthur Conan Doyle, Chesterton, Hardy, Kipling y Wells –en suma, la literatura inglesa de principios del siglo XX– se encargaron de fracturar la unidad del imperio austro-húngaro, diseminando conjuras y conspiraciones ficticias de Viena contra eslovenos y croatas. En la derrota de Vittorio Veneto, la eficacia de esta estrategia se volvió elocuente. Vista desde su perspectiva nuclear, la guerra fría fue, en suma, un conflicto de permanente intimidación y disuasión producido por los conglomerados de la información y el espectáculo. El “ataque sicológico” devino una especialidad académica y militar.
En la actualidad, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) está procurando a través de cyber think tanks la realización del sueño de Sun Tzu: refundar la guerra en una estrategia cuya victoria esté garantizada sin la necesidad de “entrar en contacto físico con el enemigo”. El sueño tuvo que esperar más de 2 mil años a la aparición de los ciberdispositivos para encontrar su materialización. El Departamento de Defensa Nacional de Canadá fue el anfitrión en 2021 del Desafío de Innovación Tecnológica organizado de manera pública por la OTAN cada año. El tema no pudo ser más elocuente: “Herramientas para contrarrestar la guerra cognitiva”. El texto de la convocatoria habla por sí solo: “Los intentos enemigos de manipular la conducta humana presentan un desafío permanente a la seguridad y la defensa de las naciones que integran la alianza. Esta amenaza emergente de la moderna conducción de la guerra va más allá de controlar el flujo de la información. La guerra cognitiva busca modificar no sólo la forma en que piensa la gente, sino la manera en que actúa”. Fall 2021, NATO, Innovative Challenge Se entiende, por supuesto, que la OTAN aspira a contar con las mismas capacidades de lo que se podría empezar a llamar el euroexpansionismo (como en el caso de Europa del Este). Hoy basado en las prácticas de la tecnohegemonía. Resumo brevemente el documento, que ya Fernando Buen Abad comentó de manera lúcida.
La guerra cognitiva sitúa al cerebro como el espacio central del campo de batalla. Su objetivo es diseminar la disonancia nacional, instigar narrativas conflictivas, polarizar la opinión y radicalizar a los grupos para inhibir la capacidad de respuesta de la sociedad sobre la que se pretende intervenir. Los ataques cognitivos tienen el propósito de motivar a la gente para que actúe de tal manera que fragmente o fracture la cohesión social. Su máxima es sencilla: garantizar el desorden mental de la población resulta la manera más eficiente y menos costosa de influir sobre el proceso de toma de decisiones, de los cambios ideológicos y generar angustia en las comunidades que deben caer bajo control.
Sicólogos y siconalistas deberían seguir este desarrollo de cerca. Uno de los proyectos presentados, Maximum Desinformation, contiene auténticas innovaciones conceptuales.
El proyecto parte de la idea que es preciso intervenir en el “subconsciente” de los individuos. Sólo así el ataque adquiere plausibilidad y verosimilitud. Pero la única manera de llegar al “inconsciente” es a través del consciente. Ahí donde el consciente cobra un impacto “epifánico” del inconsciente se le llama la metaconciencia: una conciencia que actúa sobre el consciente para modificar el inconsciente. Lo básico es la killer chain: la cadena asesina. Seis etapas graduales para inmovilizar a una población. Lo aterrador es que ya se puso en práctica.