Aunque la información de enero da cuenta de que el crecimiento de precios ha empezado a disminuir, hay indicadores diversos que muestran que las presiones inflacionarias están agravándose. El aumento del precio del petróleo y sus impactos en los índices de precios al consumidor señalan que en los meses siguientes la inflación permanecerá en los niveles que presenciamos a finales de 2021. Esta situación ha modificado la discusión entre los banqueros centrales y economistas sobre la temporalidad de los aumentos de precios y la intensidad de la respuesta de política monetaria.
No se trata, sin embargo, de una discusión académica. Están en juego decisiones que afectan las condiciones de vida de sectores amplios de la población. Elevar las tasas de interés para contener la inflación puede efectivamente conseguir atemperar el crecimiento de los precios, pero es posible que este logro provoque que la reactivación económica se detenga y que los empleos perdidos por la pandemia no se recuperen. Por esto, Joseph E. Stiglitz y David Card, ambos premios Nobel, han advertido en estas mismas páginas que la respuesta de los bancos centrales al crecimiento de precios puede resultar contraproducente.
Stiglitz ha planteado que más que el crecimiento de precios, que pese a todo sigue siendo limitado, lo que preocupa es que los bancos centrales incrementen excesivamente la tasa de interés, obstaculizando una recuperación que no se ha consolidado. Card, por su parte, está seguro de que aumentarán las tasas de referencia más de lo necesario y se afectará el empleo y el crecimiento. Estas advertencias, sin embargo, no están siendo consideradas por los banqueros centrales, acicateados además por analistas financieros que razonan con base en visiones ortodoxas sobre los orígenes de la inflación y, desde allí, proponen una política monetaria tradicional.
Las respuestas a este repunte de precios en 2021 no fueron uniformes entre diferentes bancos centrales. La Reserva Federal de Estados Unidos (Fed), apenas a finales de ese año, decidió iniciar el fin del programa de compras de valores financieros, el relajamiento cuantitativo (QE, por sus siglas en inglés) programando concluirlo en verano. A principios de este 2022 hizo público que iniciaría la normalización de las tasas de referencia y que seguramente habría por lo menos tres incrementos este año. Durante varios meses de ese 2021 resistió la presión provocada por el incremento de precios, manteniendo su política de tasas en su límite cero y compras de valores financieros para cumplir con su mandato de “la menor inflación posible, compatible con la menor tasa de desempleo”. Gracias a esto, en 2021 esa economía creció 5.7 por ciento anual, recuperándose de la caída de 3.4 de 2020. Este crecimiento se logró debido a un importante estímulo fiscal, que no fue esterilizado por una política monetaria restrictiva de su banco central.
En contraste, en México el crecimiento alcanzado en 2021, de 5 por ciento, no compensó la caída de 8.2 por ciento del PIB en 2020. A diferencia de lo que hizo la Fed, la política monetaria en 2021 decidida por la junta de gobierno del Banco de México (BdeM), conformada en ese entonces por tres de cinco miembros nombrados por la 4T, fue claramente ortodoxa. Desde la decisión de mayo pasado de mantener la tasa en 4 por ciento anual, en las siguientes reuniones se decidieron aumentos de 25 puntos base en cada reunión, hasta rematar con un aumento de 50 puntos base el 16 de diciembre. La tasa de interés quedó entonces en 5.5 por ciento. En la primera reunión de la junta de gobierno de este 2022, ya con nueva gobernadora, el pasado 11 de febrero se decidió un incremento de 50 puntos base, quedando la tasa en 6 por ciento.
Las diferencias entre las decisiones de la Fed y las del BdeM no se explican por la existencia de distintas concepciones sobre la naturaleza de la inflación, ni sobre la pertinencia de contener la inflación con aumentos de las tasas de referencia. La diferencia está en los distintos mandatos legales de estos dos bancos centrales. Como bien sabemos, la Fed tiene un mandato dual, en tanto que el BdeM, desde la reforma salinista de 1993, se ocupa prioritariamente de la estabilidad de precios. Ha quedado claro que su junta de gobierno con dos, tres y ahora cuatro de cinco miembros nombrados por la 4T, sigue actuando exactamente igual que como lo hacía cuando todos los miembros eran nombrados por los gobiernos neoliberales. La conclusión es nítida: la política monetaria decidida por la 4T sigue siendo igual de ortodoxa que la de los gobiernos anteriores.