¿Resistirá en la silla hasta el final del rodeo –las elecciones presidenciales de 2026– el maestro rural, expresión directa de las clases subalternas y provincianas, que arrebató el año pasado la presidencia de Perú a Keiko Fujimori, heredera del ex dictador encarcelado, por un puñado de votos?
A esta altura, seis meses después de que Pedro Castillo asumió el mandato –y las esperanzas y los anhelos volaban alto y a la izquierda–, las apuestas se inclinan más por la brusca interrupción que por una difícil continuidad. El hecho que en un solo semestre se haya llegado al cuarto gobierno añade un récord a Perú –el país de los cuatro presidentes en un año–, pero sobre todo dice mucho de la gran inestabilidad política de la nación.
Tras ganar las elecciones por sólo 44 mil votos, Castillo ha estado todo el tiempo bajo el fuego de una artillería pesada: primero por las acusaciones de fraude por Keiko Fujimori –casi mil denuncias completamente falsas, pero que lograron aplazar un mes la proclamación del resultado–, luego y hasta ahora por el rechazo que una sociedad tradicionalmente racista como la limeña reserva a un cholo, un hijo de campesinos, un comunero andino sin gran educación ni títulos que llega al máximo cargo.
La aversión al maestro rural se ha concretado hasta en amenazas de muerte: Rafael López Aliaga, más conocido por Porky por su cara suina, dueño del partidito de extrema derecha Renovación Popular, se ha permitido incitar al homicidio de Castillo sin que ello tuviese consecuencias legales.
Un primer intento de quitarle la presidencia utilizando la figura de “vacancia por incapacidad moral permanente” –una causal decimonónica que en realidad se refería a la salud física o mental del mandatario– ha fracasado por no obtener los votos necesarios en el Congreso, mayoritariamente derechista. El Congreso peruano –unicameral de 130 diputados– no ha parado de cocinar en su sótano el diseño de un golpe de Estado, “legal” o brutal, para sacar del poder a Castillo. Mientras, se ha dedicado a aprobar leyes descaradamente antipopulares, como la contrarreforma universitaria, que está provocando fuertes manifestaciones de parte de los jóvenes. Falta recordar que, en la segunda presidencia de Alan García (2006-11), empezaron a multiplicarse como hongos las universidades patito (allá le dicen trucha) y que, consecuentemente, se confió a la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (Sunedu) evaluar el nivel de cada institución, licenciando las meritorias y haciendo las recomendaciones oportunas a las universidades que se revelasen carentes. Ahora bien, la ley recién aprobada por el Congreso socava las facultades de la Sunedu, quitándoles dientes e incorporándoles unos rectores, que se vuelven así juez y parte. Es claramente producto de una visión que considera la universidad como instrumento de enriquecimiento personal más que de cultura y capacitación del pueblo.
Sin embargo, la verdadera perla de la reciente producción legislativa es la norma –obviamente inconstitucional– que subordina el derecho del referendo a la aprobación del Congreso, en menoscabo de la soberanía popular. Esto explica el que el Poder Legislativo tenga un rechazo mayor a 75 por ciento y hay quien lo considera, políticamente hablando, como el mayor problema del país.
La mala leche de la derecha peruana es tan sobreabundante que desborda las fronteras nacionales. Es lo que enseña la visita de la presidenta del Congreso, Maricarmen Alva, a España en diciembre, aparentemente con la sola intención de denigrar el gobierno del odiado Pedro Castillo.
La diputada del PSOE Noemí Villagrasa reveló cómo, pisando cualquier regla diplomática, la presidenta Alva, conocida por ser de extrema derecha, ha solicitado al Congreso español una condena del gobierno de Castillo, acusándolo de ser “incompetente”, “ilegítimo” y “capturado por el comunismo” y hasta deslegitimando las elecciones impecables que lo llevaron a la presidencia.
Inaugurado en 2016 como consecuencia de la derrota de Keiko Fujimori frente a Kuczynski, el conflicto entre el Legislativo y el Ejecutivo no da muestra de bajar de tono y sigue manteniendo paralizado un normal desenvolvimiento de la vida política nacional y reduciéndolo a estériles e infinitas escaramuzas. Tiene razón Castillo cuando denuncia la preparación de un golpe de Estado de parte de la derecha: un reportero del diario La República ha revelado una reunión del ala dura de la derecha –capitaneada por la infaltable presidenta del Congreso, Maricarmen Alva– en un restaurante limeño discutiendo la mejor estrategia para deshacerse del presidente cholo. Lo que AMLO llamaría un compló. Si bien ha sido apreciada la solidaridad que el Presidente mexicano ha ofrecido a su par peruano frente a los ataques de la prensa corporativa y de la oposición, sería muy reductivo creer que Castillo representa la izquierda peruana: es una izquierda, para cambiar, dividida y fragmentada, con un partido oficialista, Perú Libre, que acaba de dividirse en dos, una cerroniana y otra castillana, con Vladimir Cerrón que más que marxista-leninista –como la ha etiquetado el partido– se está revelando un perfecto chantajista. De hecho, Cerrón ha readquirido presencia en el gobierno gracias a la promesa de salvar la presidencia de Castillo ante un previsible, próximo ataque.