¿Es imposible el diálogo? ¿Es que la globalización y sus polarizaciones nos han dejado sordos y mudos? ¿Puede mantenerse como forma de gobierno la apuesta a la resistencia y resignación de los mexicanos? Estas preguntas deberían incitarnos a reafirmar que la única opción válida que tenemos, de cara a tanta adversidad, es la palabra, el diálogo entre iguales en derechos y obligaciones.
Luego de que la globalización encandilara a más de uno, ha empezado a ser vista por no pocos como una construcción política y social que puede gobernarse y hasta convertirse en factor de cambio y de mejoramiento colectivo.
Por eso y otras razones, es que no puede aceptarse que la divisa o idea fuerza de una política popular democrática que busca hacer del actual un “capitalismo progresista”, como lo hicieran el presidente Roosevelt en los Estados Unidos de América y entre nosotros el general presidente Lázaro Cárdenas a finales de la década de los años 30 y a principios de la de los 40 del siglo pasado, sea apostar por la paciencia de los mexicanos o al derrumbe del muy vapuleado orden internacional heredado de la segunda posguerra. Lo que requerimos con urgencia es una política visionaria que apunte hacia una recuperación económica y social que nos ponga en el camino de un nuevo curso para nuestro desarrollo como sociedad y como nación. Nada más, pero nada menos.
Qué le pasó al Presidente en su largo andar por México que lo ha llevado a rechazar conversaciones con pensadores y críticos, sustento insustituible de una efectiva deliberación democrática, como la que necesitamos y nos merecemos, es un enigma que no se resuelve otorgando valor heurístico a pruebas de personalidad del Presidente. Desconfío también del peso que pueda tener en el análisis y el intercambio político, así como en las decisiones y acciones del poder, el “estilo personal de gobernar” que tanta celebridad adquiriera con los escritos de Daniel Cossío Villegas.
Lo que se nos ha caído encima, como surmenaje alevoso, es una acumulación de carencias e insuficiencias materiales e institucionales, junto con manifestaciones cotidianas de afectaciones de nuestra salud mental. Encarar una a una estas deficiencias y carencias, amenazas y realidades ominosas, debería ser el cometido principal de la tarea de gobierno la que, por cierto, no se circunscribe al Ejecutivo federal. Abarca, en un círculo inevadible, a todos los órdenes de gobierno y desde luego a los órganos colegiados representativos acuerpados en el Congreso de la Unión, los congresos locales y desde hace no mucho, los organismos constitucionales autónomos.
Mucho que hacer, sin duda, pero también mucho gobierno por desplegar sin necesidad de inventarnos nuevos instrumentos. Con lo que hay y más o menos funciona tenemos para rato. Sobre todo, si este nefasto inventario se pone en la perspectiva mayor de una crisis que, más allá del estancamiento, se ha alojado en el corazón mismo del Estado realmente existente.
De aquí la relevancia política crucial de plantearnos una reforma estatal a fondo, desde lo financiero y fiscal hasta el fortalecimiento del Poder Legislativo como única garantía para contar con una Ejecutivo eficaz y democrático. Ampliación democrática sin demasiados nuevos adjetivos.
Si el Presidente no quiere hacer gobierno y opta por el autoengaño, pronto la sociedad, en especial los más vulnerables, lo resentirán, y así vendrán reclamos y protestas y, al final, la salida sin lealtad. Se trata de un sendero tortuoso que, dada nuestra circunstancia, puede llevarnos a desembocaduras destructivas; del Estado y de los circuitos productivos, también de los tejidos que, deshilachados, todavía sostienen nuestros entendimientos elementales y la cohesión básica de las comunidades.
No se necesita importar una Casandra globalizada para trazar escenarios funestos. De desplegarse, podrían obligar al país todo a cambiar sus derroteros y buscar otras rutas de navegación, menos conocidas, pero a los ojos de muchos menos azarosas que la que el Presidente ha decidido.
Urge hacer gobierno y el mejor posible; hacerse cargo de la adversidad que se ha impuesto sobre el acceso de los “bienes terrenales”; cuidar como valor supremo el respeto y la relación entre nosotros, actitudes elementales que deben ilustrar nuestro duro andar a través de la adversidad y la penuria.
Hay que empezar a hacerlo ya, con el Presidente o sin él; a través y con las instituciones, como ayer decían los estudiantes socialistas en Berlín.
Alguna vez frente a un grupo de intelectuales que lo inquirían sobre el qué hacer, el general Cárdenas dijo algo así: defender y fortalecer las instituciones y organizar al pueblo. Y así es y debe ser.