En Las transiciones (Periférica, 2016), el escritor Vicente Valero (Ibiza, 1963) convirtió las situaciones, personajes y actitudes de la época tardofranquista en un personaje más de la novela. En Enfermos antiguos, Valero traslada esas situaciones al interior de las casas de España de finales de la década de 1970 y, concretamente, de Ibiza, isla en la que nació y creció y a la que él mismo definió como una de sus obsesiones literarias. “En España se escriben muchos libros sobre el franquismo tomando como referencia los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, sobre todo desde el punto de vista de la represión, pero mi idea no era una recapitulación exhaustiva de los crímenes de la dictadura sino buscar hablar y describir la época de la transición, ese momento de cambio en las familias que conocí en mi infancia”, reflexiona en una videollamada concedida a La Jornada.
En mitad de la exuberancia de Ibiza (donde abundaron las manifestaciones de libertad, paz y movimientos hippies durante el último tercio del siglo pasado) tiene lugar la historia de Vicente Valero, un niño de diez años que se ve obligado a asomarse a las habitaciones de la adultez, empujado por una vieja tradición familiar: visitar a amigos y conocidos convalecientes. Como ya hizo en Los extraños y en Las transiciones, Vicente Valero vuelve a mirar de frente los contrastes de la infancia, “en la literatura hay infancias felices y las hay desgraciadas, obviamente todo mundo tiene derecho a escribir sobre la infancia que tuvo”, señala.
En Latinoamérica, escritoras como Pilar Quintana, Rosa Beltrán, Pablo Ramos o Margarita García Robayo abanderan la recuperación de la novela de formación, un género que nació con la vocación de retratar el paso de la niñez a la vida adulta y acabaron describiendo el mundo contemporáneo. “Lo que yo quería hacer es un libro diferente”, señala el escritor, “quise contar cómo un niño se desenvuelve en el entorno de los adultos, porque no existe un mundo propio del infante”, explica.
Las tres novelas que componen esta trilogía transcurren en Ibiza y se nutren de los recuerdos del novelista, los ángulos del triángulo están unidos por un narrador que conecta –brillante y poéticamente– la transición de la niñez a la vida adulta con todo lo que ve, lee, oye, viviendo con una época convulsa de cambios rápidos e imprevisibles: la muerte de Franco y la transformación política de España. “Para mí era muy interesante retratar cómo veíamos los niños –en esas circunstancias históricas– a nuestros padres y a los adultos”, cuenta el escritor.
Recobrar la novela de formación
Pero ¿qué supone la explosión de esa tendencia exactamente?
–“Recobrar la novela de formación es un modo de intervenir en la historia de un lugar”, contesta. Como las escritoras latinoamericanas, el español también escribe sobre lo que significa ser niño poniendo sobre la mesa nuevas temáticas, “costaba entender lo que ocurría porque los adultos estaban con la cabeza en otra parte, porque nos protegían con su silencio”, explica el premio Loewe de Poesía en 2007.
De este modo, los descubrimientos, asombros y experiencias de un niño (la revelación del valor de la enfermedad, el sexo o la muerte) se verán contrastados por la visión del autor desde la distancia temporal y la convicción de que lo más difícil de escribir a partir de la evocación es inmortalizar los sentimientos infantiles, “puedes describir recuerdos, cosas que hiciste pero escribir sobre lo que siente un niño es muy difícil”, menciona. Valero es consciente de cuales son sus recursos y su talento, los afina y los hace trabajar sin que sobre o falte nada, las narraciones que se desprenden de la historia principal trabajan con un aroma austeriano, con todos los ingredientes del guiso en su punto. Los personajes –su madre, su hermana, su padre (ausente la mayor parte de la novela), los compañeros del colegio, varios médicos, curas y condes– la voz narrativa, todos son elementos que brindan al lector el pellizco emocionante sin caer en el dramatismo o la cursilería. Nos encontramos de lleno, desde la primera hasta la última hoja, con unas páginas que sin renunciar a literaturizar la realidad, la muestra desde distintos ángulos.
Él, sin embargo, necesita agregar otra cosa, “en aquellos años el país sufrió una gran crisis de autoridad que no se vio sólo en la política, alcanzó a los colegios, a las familias y a todos esos lugares donde nosotros como niños y adolescentes desarrollamos nuestra vida. De pronto se pasó de un autoritarismo total a una libertad y relajación absoluta”.
Una novela que revela cosas
“Esta novela es un caso raro”, dice Vicente, “es un rico escenario de descubrimientos, de temores, de expectativas, en el que los adultos tuvieron que adaptarse a las nuevas circunstancias”. Emociona leerla y contarla. La dedicación con la que siempre escribe el autor de Enfermos antiguos, la convierte en una excursión narrativa en la que se entra como si, en efecto, el lector visitara a esas familias que, como el personaje, parece que tocó en la puerta de la transformación. Es también un texto que parece destinado a revelar varias cosas a su autor, “escribirlo fue una experiencia curiosa porque, efectivamente, salí del libro –a pesar de que es un retrato amable de una época– con un poco de angustia. Creo que quedaron cosas ahí en las que debí haber profundizado más o por lo menos traté cosas que, de una manera superficial, removieron algo en mí que me dejaron bastante tocado”. Cuando hablamos de continuar con su proyecto de recuperación de la memoria histórica, Valero es concluyente: “creo que acabé el libro y mi idea de volver otra vez a esa época. No volveré a hacerlo. Hay algo ambivalente en ese mundo que por una parte recuerdo como feliz, pero por otra también como turbia”, concluye.