Respeto es más que admiración. No basta admirar manifestaciones de una cultura ajena, porque ésta no se circunscribe a formas y colores que expresen la creatividad humana, sobre sustentos materiales como textiles, pieles, cerámica, vidrio, metales, maderas o rocas, o con sonidos y ritmos, movimientos del cuerpo, tradición oral, reglas para el mantenimiento y reproducción de la comunidad No, todo ello es cultura material e inmaterial pero desprendida de su origen y convertida por sus admiradores en decoración o en emulación parcial como la danza o ciertas “virtudes sociales”. Incluso, y desgraciadamente, aun cuando algunos realizan estudios académicos sobre la otredad para encontrar su sentido filosófico, es raro que venzan el obstáculo epistemológico de su propia subjetividad si no experimentan un verdadero respeto por ella.
Y es que el respeto por el otro y lo otro es una aceptación emocional e intelectual de lo que existe independientemente de nuestros parámetros. Porque, en sentido contrario, lo que carece de referencias identificables y de signos exteriores legibles, aparece como amenaza o alerta para el desprecio. Cosa que no existe entre la fauna, ni el respeto ni la admiración, sólo poseen una programación genética que guía y conduce la vida de distintas especies hacia su interaprovechamiento, pero nunca a la eliminación total de cualquiera de ellas. Sin respeto, la factibilidad del género humano no se hubiera dado. En cambio, la evolución física y mental del hombre genérico no fue una cuestión de instinto, sino que obedeció al principio del respeto de la otredad dentro de la misma especie, cuya identificación se hizo (y aún se hace) a través de signos diversos de cooperación que anulan los de destrucción. Y sí, como el centro y base de la cultura de todo pueblo es su alimentación, los encuentros entre comunidades desconocidas fueron necesariamente encuentros donde compartieron sus formas de producir, preparar, consumir y distribuir sus respectivos alimentos. De otro modo hubiera sido imposible el crecimiento de la población que se repartió por el mundo y la dispersión de los cultivos fundamentales a través de los continentes, pues, como todo mundo sabe, el solo hecho de ofrecer de comer es el gesto de paz universal.
No obstante, en algún momento, ciertos pueblos originarios de regiones con clima inhóspito tuvieron más dificultades que otros para producir sus alimentos, y en épocas de carestía fueron inventando formas, no sólo para obtener mayores cantidades de comestibles, sino para apropiarse de los de otros pueblos. Su tecnología se desarrolló hacia la guerra y la expansión territorial a costa de vecinos cada vez más lejanos. En tanto que las víctimas con mejores condiciones productivas sólo pudieron paralizarse ante las agresiones y formaron una clase servil proveedora de alimentos para sus conquistadores. Como consecuencia del éxito bélico y la sumisión humana, los vencedores por la fuerza creyeron que su superioridad tecnológica era una superioridad humana concedida por Dios y, de este modo, creyeron que la otredad era algo necesariamente inferior, que justificaba su destrucción al llegar al agotamiento de su capacidad útil. Y, como la alimentación es el eje de toda cultura material y espiritual, las conquistas de Occidente llevaron a despreciar no sólo los productos (en su mayoría), sino también las formas de cultivar, preparar y consumir los alimentos tradicionales. Desprecio extendido a las lenguas e individuos de cualquier edad y género.
Hoy día, es inconcebible que la política alimentaria de un país como el nuestro, con el dirigente más informado y dedicado a su pueblo en 90 años, haga suyos la falta de respeto por las formas autóctonas de producir los alimentos básicos, permita que sea impuesta una tecnología agrícola exógena y sostenida actualmente por la soberbia de Occidente, y desoiga o ignore que el rasgo cultural primigenio de una cultura, que dice respetar, es la producción de alimentos propios. La ética de los pueblos originarios pasa por la ética de su relación con Natura y ésta por las formas de producir, reproducir y distribuir sus alimentos.
Es necesario que nos repitamos la palabra respeto sin cesar, hasta que nos despojemos del grado de colonización mental que nos corresponda. Y es necesario aceptar lo que un pensador europeo sintetizó en la fórmula dinero-mercancía-dinero+ como la verdadera política alimentaria que nos rige. Hasta que gane el principio de que los alimentos no son una mercancía, sino el elemento de la vida, individual y social, que debemos cultivar apoyando a quienes saben hacerlo (y eso, si todavía los hay).