En estos días recibí una invitación firmada por el presidente de la Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados, el priísta Rubén Moreira, para participar en el parlamento abierto sobre la reforma eléctrica. Me llamó la atención que el tema sea “La democracia y la pluralidad”. Me asaltaron varias preguntas. ¿Existe pluralidad en que los contribuyentes subsidiemos 4 mil millones de pesos al año a las empresas extranjeras? ¿Hay debate sobre si las tiendas OXXO pagan menos de luz que el resto de los mortales? ¿Es necesario acreditar que 54 por ciento del mercado para el Estado no es un monopolio? ¿Cuál sería la necesidad de contradecir que el litio es un mineral estratégico para la continuidad de la nación?
Se emplea el término “pluralismo” como si todos los temas fueran motivo de creencias y de valores. Ese concepto, que puede ser político, moral y filosófico, implica que existe una diversidad irreductible que no puede asimilarse a un arreglo definitivo entre principios rivales. El INE lo usa retóricamente para justificar que haya partidos políticos, es decir, sistemas de creencias y programas políticos irreductibles, que expresan conflictos que dejarían de ser ellos mismos si se quisieran reducir. No obstante, ese “pluralismo” se perdió en el Pacto por México, que hizo de las privatizaciones una identidad política entre izquierda, derecha, y socialdemocracia. Ahora sabemos que los legisladores fueron sobornados para lograr tal síntesis de metas o “altura de miras”, como dijeron en ese momento. De hecho, el PRI que nacionalizó la industria eléctrica en 1960 y luego promovió su desnacionalización en 1992 y 2013, es el que necesitaría un debate público para saber si sus dos posturas son realmente de valores o requieren de otras maletas de dinero. Del “pluralismo” de los partidos familiares que juegan en cada elección a negociar con sus exiguos porcentajes de votación, ya ni hablamos. Pero recuerdo que en un desplegado de mediados de julio de 2020, los que sostienen que México vive “una deriva autoritaria” con López Obrador, insistieron en la reducción de los partidos a una sola coalición, al llamar a hacer un bloque opositor PRI-PAN-PRD que, paradójicamente, “restablecería el verdadero rostro de la pluralidad ciudadana”. Una simplificación de las posturas lograría justo su contrario. Curioso.
Hay una confusión en el lenguaje público entre “pluralismo” y relativismo. Éste último asegura que las culturas son en sí mismas incomensurables y que, por tanto, no hay forma de que la moral que emerge de ellas sea evaluada desde otras culturas. Así, cuando Enrique Peña Nieto sostuvo en 2014 que la corrupción en México era “de orden cultural”, lo que quería sugerir era que no podía ser condenada desde afuera porque incluía desde la mordida al policía de tránsito hasta la Estafa maestra, una naturaleza, un carácter nacional. Los relativistas no creen en el desacuerdo porque las culturas no son comparables entre sí; son entidades en sí mismas, esenciales, inamovibles. La forma de armonizar esas culturas incomensurables es mantenerlas separadas, en guetos, invocando la condescendiente “tolerancia”. Si la corrupción era una cultura, como sostuvo el jefe del Ejecutivo mexicano en 2014, entonces, había que tolerarla. También se le confunde con escepticismo, que es la creencia en que ninguna vía está más justificada que otra, es decir, que es mejor no ejercer un juicio. En realidad, nada de esto tiene que ver con la reforma eléctrica. No se trata de dos visiones del mundo, sino de intereses. Haber fingido estar en una sociedad de autoabasto por un dólar de acciones de una empresa de “energías limpias” para no pagar la transmisión, como hicieron los dueños de las tiendas OXXO, no constituye algo que pueda debatirse. ¿O alguien ha planteado en el parlamento abierto si su inmoralidad es parte de una cultura empresarial que debe ser tolerada? No es un debate entre neoliberalismo y economía moral, donde hay creencias irreductibles, como el valor del mercado por encima de la regulación del Estado o de si vemos la vida humana como una competencia sin cuartel. En realidad, no es debatible el atraco que se ha cometido y que hemos pagado los consumidores normales de luz eléctrica. Tampoco, si debemos seguirlo aguantando, condescendiendo y padeciendo. ¿Qué elector de los partidos del Pacto por México quisiera tener un apagón por la sobrecarga de las líneas debido a la entrega indiscriminada de contratos a los privados durante el sexenio de Calderón y Peña? ¿Qué sufragante quisiera tener aumentos del 400 por ciento en el recibo de la luz, como sucede en España justo con la misma empresa que se introdujo como preponderante en el norte de México? ¿Hay alguno que diga: “sí, queremos seguir con ese modelo porque el Estado es malo en sí mismo”?
No desestimo el parlamento abierto y el esfuerzo que se ha hecho por convocar a distintas voces, pero hay una campaña que actúa por fuera de él que debe ser considerada. Además de lo poco que los medios de comunicación corporativos han recogido sobre sus debates, me refiero sobre todo a los lobistas de las empresas extranjeras y de los beneficiarios locales del autoabasto. Los que han promocionado en anuncios muy bien producidos la mentira de que, por ejemplo, los OXXO utilizan energías limpias y pagan más por ellas; los que han amenazado con el terror a un apagón “porque el gobierno siempre es ineficiente” o a la furia de los “tribunales internacionales” y los pagos por modificar los sagrados contratos. Las mentiras no son objeto de debate sino de exhibición. La parte de la “democracia” incluida en la mesa de la Cámara de Diputados debería referirse a los ciudadanos y las organizaciones sociales, no a los intereses corporativos, a los que el Estado respondió exclusivamente durante las tres décadas pasadas. Bastaría con lo que el director de la CFE planteó al representante de los empresarios: “¿No preferirían reclamarle a un organismo del Estado por el servicio de luz a tener que ir a buscar a quiénes sea tengan en ese momento los fondos de inversión de Iberdrola?”